26 de diciembre de 2016

El último adiós


No recuerdo con precisión el tiempo exacto. Ni falta que hace. Para qué, si ese lapso no va a hacer variar ni una de las comas que se sucedan a continuación. En cuanto al sitio, a decir verdad, continúa manteniendo su idiosincrasia, consciente del aluvión de historias encerradas en él. Hacía frío, demasiado para el mes de abril. Frío del que se siente por fuera y del otro, del que también se siente, pero por dentro. Menos mal que me abrochaste las mangas de la camisa un ratito antes. Llámame esclavo de las apariencias, pero había que ponerse guapo para la despedida, que la ocasión lo merecía. Quizás en ese momento no lo hubiéramos percibido así, pero estábamos ante nuestro último adiós. Un adiós en forma de hasta luego, precedido por una noche sin parangón, de esas a la que la historia le otorga el calificativo de inolvidable, pero un adiós al fin y al cabo.

Puede que no tuviera la forma ni el presupuesto de la película más taquillera. Ni que mi papel lo interpretara Leonardo DiCaprio —no daba el perfil, obviamente—, ni aquello, pese a ser un enclave idílico, fuera un set de rodaje; tampoco las personas que nos rodeaban respondieran al nombre de figurantes más un número, ni el umbral de la estación por el que tu figura se desvaneció para siempre fuera simple atrezzo. Y es que así nos han vendido las despedidas, como situaciones encorsetadas y repletas de dramatismo para las que hay que equiparse con doscientas toneladas de clínex. O algunas más, fijo. Tal vez sí en el mundo de los conceptos, pero no es lo que suele ocurrir en la vida real. Porque no estar preparado para una despedida, de las de película, no nos hace inmune a sus lacrimógenos efectos.

Ese fue nuestro último adiós; no el virtual, pero sí el real. Y no lo pareció. Jamás tuvo la forma de una despedida, el reproche de una ruptura o el dolor de un distanciamiento. Ni tampoco lo rubricó un «Nunca te olvidaré» y, por extraño que parezca, tampoco un «Te echaré de menos». Asumiría el rol de adiós un «Avísame cuando llegues» o «Te veo pronto». Tal vez, fuimos fríos en la formas, quizás en la ignorancia del epílogo en el que nos encontrábamos inmersos, de que nunca más nos veríamos o que pasaría más tiempo del que escapa a la memoria. Quizás ese es el carácter desangelado de la modernidad, que desprovee de su esencia más inherente a las cosas. De ser así, algo bueno tendrán que tener los nuevos tiempos. Vamos, digo yo.

Contigo aprendí que decir adiós es crecer. Aunque nunca te lo dijera a la cara. Y mejor conservar un recuerdo que deteriorarlo en una agonía que convirtiera un final triste en un final malo. Han pasado muchas cosas desde que tu contorno se perdió en la inmensidad de aquellas escaleras mecánicas, bajando para siempre el telón de nuestra historia. Ese mismo telón que, bordado en terciopelo y con su embriagador tacto, una vez brilló, como nosotros, a la espera de que esa vorágine de modernidad nos succionara sin remisión. Porque me despedí de ti sin decirte adiós y, ahora que lo pienso, igual fue lo mejor.

23 de diciembre de 2016

Suele pasar en época de exámenes


Llegan los exámenes y, con ellos, las noches en vela viendo vídeos en YouTube estudiando, las ingentes dosis de cafés, bebidas energéticas, aún más tila para compensarla y los madrugones. Esa época mágica en la que el despertador pasa a ser la aplicación que más usas y que cosas que nunca han llamado tu atención, como el vuelo de una mosca, de repente cobran una una importancia e interés atroces que sólo volverán en la siguiente tanda que más te vale que no sea en septiembre. Te distraes con todo, incluso con los capítulos de Cuéntame en Clan por las noches. Porque los exámenes han inoculado en nosotros más sueño que el Valium. Como si la morriña que no hemos tenido todo el año mientras estábamos de fiesta estudiábamos arduamente se instalara en nosotros sin la compasión de dejarnos aprobar.

Sin darte cuenta, los tienes a la vuelta de la esquina. Y en un ejercicio de autoengaño personal, decides estudiar estas Navidades. «No he hecho nada más que recogerme a las siete de la mañana, pero ahora me pongo sí o sí» confiesas en una intentona a la desesperada por ponerte al día. Porque claro que en Navidad estudias, pero la etiqueta del polvorón y la gradación etílica de la botella de cava o del lote que te vas a beber en Nochevieja. Luego llega enero con su temida cuesta y lo primero que intentas disimular, aparte de tus ojeras de resaca, es que no has dado un palo al agua en todas las vacaciones. Dicen que «Mal de todos, consuelo de tontos», así que como de eso eres un rato, le preguntas a tus compañeros: «¿Has estudiado algo? Yo me lo he leído un poco» —así para restarte culpabilidad y sentirte un poco mejor contigo mismo—. Y un frenesí de alivio y paz interior te sacude cuando te dicen: «Yo en verdad tampoco».

Así las cosas, llega el día del examen cuando tan sólo ayer parecía Nochebuena. Las aulas magnas a rebosar, los apuntes acumulándose en avalancha, los nervios a flor de piel, los estudios repasos de última hora, gente a la que ni conocías que parecen salidos de un búnker y de un búnker de estudiar también, tu compi de al lado comiéndose las uñas, la otra pintándoselas —se puede sufrir, pero siempre con estilo—, el otro que te dice «Yo vengo para ver cómo es el examen», otro que lo único que se ha preparado son tantas chuletas que parece que va a montar una carnicería y el que da más coraje, el cabronazo empollón de mierda listillo de turno que te dice: «Lo llevo fatal, no me sé nada». Y luego saca un 10. O un 9, que también jode. Pero siempre hay algo peor: que te expliquen algo antes de un examen y, feliz por haberlo entendido, te digan: «Bueno, eso es lo fácil. Seguro que viene a pillar, nos van a dar por todos lados, hoy vamos a dormir bocabajo, vamos a salir de aquí andado como John Wayne» y otras perfectas alegorías de la sodomía.

Llega el profesor con una macabra sonrisa Profident que no la mostraba los lunes a primera hora cuando sentaba cátedra de aburrimiento instruida en Oxford el muy hijo de puta desconsiderado. Parece que la Navidad le ha sentado bien. Con lo que cobra, seguro que el jamón de su cena de Nochebuena era Ibérico como mínimo. «En la mesa sólo quiero ver un boli», dice como si eso fuera Los Juegos del HambreOtro te dice que lo ve más morenito, que seguro que se ha ido a la playa para pasar las fiestas, porque todo sabemos que el resplandeciente sol que hace en Matalascañas un 25 de diciembre a las once de la noche no lo disfrutaba ni Don Johnson en Miami Beach. Poseído por las rencillas personales de su pasado con algún otro profesor de su infancia, te entrega el examen bocabajo. «No le deis la vuelta hasta que yo lo diga» —espetan con singular displicencia. Y si piensas que eso lo hacen para hacerse el interesante, estás en lo cierto. Sólo hay algo más peligroso que un tonto y es un tonto con poder. Es el mayor postureo de los profesores después del «Si copiáis, os engañais a ustedes mismos». Y un poco a ellos también.

Luego le das la vuelta y las caras en blanco de tus compañeros son una metáfora perfecta de cómo va a acabar ese examen: en blanco. Y ese semblante taciturno se va contagiando como una epidemia entre todos los presentes. Caen como fichas de dominó. Por lo menos, la primera te la sabes: el nombre. Y pones tu nombre y apellidos en el apartado de Nombre para darte cuenta que, justo debajo, está el hueco para poner los apellidos. Empezamos bien. Porque el nombre de la asignatura te lo sabes. Sabes que, como la cagues hasta en eso, lo más alto que vas a poder aspirar es a un 3. Lees el examen. Sólo hay una pregunta que ocupa un renglón. ¿Pinta guay la cosa, verdad? Bien jodida debe ser, como indica la gota de sudor que empieza a recorrer tu frente. Ahí asumes que en los exámenes sólo hay una opción posible: estudiar. Y no hay vuelta de hoja. Mira, nunca mejor dicho.

En ese momento empieza un pequeño interrogatorio turno de preguntas que, con alguna absurda con su correspondiente risa de fondo, le quita un poco de hierro al asunto. Siempre está el típico que dice: «¿Se puede cambiar el orden de las preguntas al responder?». Vamos a ver, alma cándida. Como si alguna vez en la historia, algún profesor hubiera respondido: «No, no se puede. Es más, si te las sabes todas menos la 1, no puedes seguir respondiendo». «¿Se puede usar tippex o tachar?», «¿Puedo escribir en negro o azul?», «¿En qué año estamos?» y preguntas así con enjundia. U otros que, con más pesimismo, no muestran reparo en preguntar: «¿Cuándo es la recuperación?» Son reglas no escritas en los exámenes que nunca fallan, como que quien hace el selfie siempre sale mal.

Cómo hubiera molado que el examen fuera tipo test, ahí en plan quiniela. Que si acertaste en un Leganés-Osasuna, fijo que también lo haces en Microbiología Aplicada Básica, una asignatura tan básica que básicamente no tienes ni puta básica idea. Mejor no preguntarse cómo será Microbiología Aplicada Avanzada, si algún día llegamos a matricularnos. Porque esa es otra, ¿cuántas matrículas llevas ya? Que eres el abuelo oficial de la clase. De hecho, el profesor era de tu promoción. Y hablando de matrículas, te acuerdas de la de su coche, así como la marca, modelo, color y año, por si tiene la desfachatez de suspenderte y dejarle un bonito recuerdo, pero del Tema 1 ni de qué va siquiera. Aunque siempre te consolará pensar que el «Yo así no lo puesto, lo he expresado con mis palabras» te librará de un suspenso más grande que Torrelavega. Aunque en el fondo sabes que no. He ahí la fina línea que separa un «He aprobado» de un «Me han suspendido».

Venga, que ya queda poco para llegar a casa y poner en Facebook, Twitter, WhatsApp, Tuenti —si aún vives en 2009—, Instagram, Pinterest, Tumblr, Ask, YouTube y FilmAffinity los suspensos exámenes que llevas. Aunque la follada ha sido tal que mejor ponerlo en PornHub. Como si fueras un preso que lleva confinado cuarenta años en Guantánamo que va poniendo muescas en la pared. Porque asúmelo, no tienes ni pajolera idea, pero cuando te mira el profesor, pones cara de interesante con la vista fijada en el infinito, para hacerle creer que estás recordando algo. Eso sí es verdad, te acuerdas del desfase de Nochevieja, del coma etílico ciego mítico que se pilló tu amigo y de cómo lo llevasteis entre cinco tíos a casa. Y de la clavada que os dieron con los churritos en el Puente de Triana, que ni con esos se le pasó.

Ánimo, que tan mal no puede ir. Que sí, que el que te dijo que lo llevaba fatal ha pedido ya el sexto folio y tú has puesto el nombre y mucho es. Pero no quieres ser el primero en entregarlo. Vas a suspender, pero la dignidad que vaya siempre por bandera. Habrá que echarle huevos, al menos. «Venga, que si aprobé Conocimiento del Medio en Quinto de Primaria sin estudiar, esto es pan comido» —piensas en un arrebato de esperanza transitorio. «¿Le pongo el ciclo del agua, a ver si cuela?» te preguntas también. Pero no tienes ni zorra, aunque ello no te libra de usar expresiones cultas y finas como En primer lugar, por consiguiente, dicho lo cual, a colación de esto. Pero algo te dice que el rosco va a ser mayor que el que te comiste por Reyes. Y esta vez sin regalito, aunque todos los años salga el rey mago cutre de porcelana con cara de atracción de feria.

Pasan tres semanas y al profesor parece que aún le dura la resaca de Navidad, pero estamos en febrero. «Ya están las notas en el Aula Virtual» dice el delegado por el grupo de WhatsApp. Y un escalofrío te recorre el cuerpo, como si aún albergaras un atisbo de optimismo para aprobar. Sacas un 2. Sabes que ir a revisión es perder el tiempo. Casi tanto como lo perdiste en Navidad. Pero vas, total, la esperanza es lo último que se pierde. Le mandas un correo muy formal y encima sin faltas de ortografía; luego el profesor te responde sin puntos, coma ni tildes. Y vas con camisa y tal, poniendo mil excusas y suplicando que te deje aprobar con un trabajito, pero lo único que obtienes es un: «Mira, te he puesto un 2 y he sido buena gente». E intentas controlar tus instintos asesinos. Pero en el fondo sabes que te lo mereces. Es año nuevo y, en uno de tus innumerables propósitos de los que en marzo no recordarás como por ejemplo apuntarte al gimnasio, dices: «Hoy me pongo desde el primer día». Y con otra mentira, la historia comienza a repetirse desde el principio, con un guión más predecible que el de la saga A todo gas. A ver si a lo tonto, «Menos por menos es más».

13 de diciembre de 2016

«Hasta que el wifi nos separe», novela de José Ángel Ríos


Tengo el placer de anunciaros, queridos lectores, el lanzamiento de mi primera novela, «Hasta que el wifi nos separe» (Narrativa, Editorial Seleer). Se trata de mi segundo libro, tras haber lanzado el año pasado «Anécdotas futbolísticas» (Ensayo, Ediciones Pura Tinta), la que fue mi ópera prima formada por un compendio de sesenta curiosidades sobre el mundo del fútbol. No obstante, esta obra supone mi inicio de lleno en este dificilísimo, aunque a la vez maravilloso, mundo de la literatura. Una novela en la que va impresa una parte muy importante de mí y que, de todo corazón, espero que disfrutéis.

Con toda probabilidad, si me sigues desde hace poco, te estarás haciendo la pregunta obligada: ¿De qué va «Hasta que el wifi nos separe»? Es una novela de 280 páginas organizada en 33 capítulos, más los anexos de prólogo, epílogo y agradecimientos. En ella se narra la historia de dos veinteañeros, Javier y Victoria que, al conocerse por Twitter, establecen una relación apasionada a través de internet. Una historia, en principio formada por ingredientes idílicos, que se saldrá del guión establecido al descubrir que detrás de esa dulce muchacha se esconde un terrible secreto que cambiará su vida para siempre. «Hasta que el wifi nos separe» es una historia de dos jóvenes actuales que muestra cómo las redes sociales son medios que permiten el surgimiento de relaciones sin precedentes pero también esconden los misterios más insondables de la naturaleza humana.

La presentación tuvo lugar el pasado viernes 2 de diciembre de 2016 en el pub La Tregua, situado en mi barrio Triana en Sevilla. Fue una noche mágica e inolvidable en la que, con la encomiable colaboración del Colectivo Surcos, firmamos una velada amena, divertida, diferente y rubricada por una no menos estupenda celebración. Siempre agradeceré la intervención de mi tío Juan Sánchez-Lafuente que me introdujo con una sublime presentación muy elogiada por todos los asistentes, la escenificación de un diálogo de la novela de la mano de nuestros amigos Manuel y Gema y la lectura de Raúl Dávila quien, para mantener intacta su esencia, sembró la admiración de todos.

Sin más dilación, para adquirir mi novela «Hasta que el wifi nos separe», te dejo el siguiente enlace de la Editorial Seleer, a la que le estoy muy agradecido, a través del cual podrás comprarlo por internet y, mediante sus distribuidores, en este link de Casa del Libro, Fnac y El Corte Inglés. En dicho hipervínculo, podrás hacerte con mi obra tanto en formato papel como en eBook. He aquí la página oficial en Facebook de «Hasta que el wifi nos separe», por si deseas estar al tanto de las últimas novedades relativas a la obra, apretando tan solo el botón de Like. Dicho sea de paso, si deseas hacerte con el primer capítulo de la novela, envíame un mensaje a mi correo electrónico —a esta dirección: angelmd12@gmail.com— y te lo enviaré sin ningún compromiso y de forma completamente gratuita. Adjunto un par de fotos de lo que nos deparó esta indeleble velada. Un abrazo a todos y nos vamos leyendo.

Pincha AQUÍ para comprar «Hasta que el wifi nos separe» a través de la página web de Seleer.

 Esta gran fiesta no hubiera sido posible sin, además de la asistencia de todos vosotros, la exquisita presentación de mi tío Juan Sánchez-Lafuente y de todo el Colectivo Surcos. Con todo, espero que esta sea sólo la primera de muchas colaboraciones juntos.

Y por supuesto, nada hubiera sido lo mismo sin la visita de todos y cada uno de mis amigos, por estar a mi lado en una de las noches más importante de mi vida y por enseñarme día tras día que la amistad es la familia que se escoge.

7 de diciembre de 2016

Ememoriados


Cierras los ojos. Aunque parezca raro, estás sólo en casa por primera vez en mucho tiempo. Has creado una paz imperturbable que ni la brisa acariciando las hojas de los árboles puede romper. Incluso al ser invadido por la penumbra, rezuma un aroma de procedencia desconocida que se encarga de establecer las sinapsis apropiadas para que se decodifiquen esos recuerdos que creías olvidados y desvencijados por el paso del tiempo. Algunos más que otros, a decir verdad. Rememoras detalles baladíes e insignificantes sepultados por años, como el color de uñas que usaba tu profesora de párvulos o el arco que delimitaba su cutícula al milímetro, pero eres incapaz de recordar qué cenaste la noche anterior o quién marcó en la última jornada.

Inmerso en tu viaje a las áreas más insondables de tu memoria, llegas a ese recuerdo edificado sobre los sólidos pilares de tu corazón, donde se ha erigido como un fortín inexpugnable que impide que ese preciado tesoro llamado recuerdo se disipe de forma fugaz. Es como si, por unos instantes, el hipotálamo, el hipocampo, el cerebelo, la amígdala, los ganglios basales y otros tecnicismos que he encontrado en Wikipedia, se mudaran al auténtico lugar donde residen los recuerdos: el corazón. Un recuerdo que, azotado por el tiempo y con la erosión de todas las emociones asociadas a él, sigue latente como el primer día. Luego vuelves a la realidad. Y más tarde retornas al lugar donde se escenificó aquella película que ha adoptado tintes oníricos, que se proyecta en bucle sobre tu pensamiento. Y en ese preciso momento te das cuenta de que nada es como recordabas.

Decía el escritor Thomas Wolfe que somos el resultado de la suma de todos los recuerdos de nuestra vida. Otros como Albert Einstein, con menos romanticismo, afirmaban que «La memoria es la inteligencia de los tontos». Y algo de razón debía tener el célebre físico alemán. Recuerdas que las paredes no eran blancas, sino verdes; que la cerveza no era negra, sino rubia, que de fondo no se oía música soul de Barry White sino el alboroto de un partido de fútbol. Y es que nuestra memoria nos engaña, juega con nosotros, minimiza los vacíos, le otorga preponderancia a los mejores momentos y colorea las zonas en blanco dándoles el tono que le gustaría haber adquirido. Aunque, pese a su cuestionable capacidad de retención, hay un recuerdo que sí permanece intacto: cada milímetro de esa sonrisa enmarcada en unos no menos sugerentes labios.

Confiésalo. Habías asumido ese recuerdo como propio, lo dabas por hecho hasta tal punto que creías haberlo vivido y vivías pensando que sí lo habías hecho. Será que la memoria no es el registro más fiable que se pueda concebir, pero qué le vamos a hacer. Así es y rige nuestra vida de una forma de la que ni la más sofisticada hemeroteca digital pueda presumir. La historia es una alucinación consensuada, dado que crea el recuerdo y se convierte en él. Varía con sus relatores, pasa por el filtro de sus oyentes y es interpretada como nadie la contó. O sea, mentiras. Una gran sarta de mentiras, falsedades e imprecisiones narradas de unos que no las vivieron hacia otros que tampoco las vivieron sobre alguien a quien nadie conoció. Y para qué bucear en ellas. Desprender a nuestros recuerdos de su esencia mágica e indescifrable los convertiría en simples autopsias mentales. Recreémonos en mentiras vagas y maleables, mentiras al fin y al cabo, pero mentiras que encierran grandes verdades.

4 de noviembre de 2016

Ya no dueles


Hubo un tiempo en que creí que ya nada sería igual, que el mundo tal y como lo había conocido se había desvanecido por completo y que mi existencia había quedado confinada en una celda de escasos metros cuadrados con efímeras esperanzas de salir airosa en libertad. Eran otros tiempos. Tiempos donde aún no había emergido de mis cenizas ni eclosionado de una crisálida en la que me resguardé para mantenerme a salvo de tu recuerdo. Tiempos en los que todavía no existía ni en mis fantasías más salvajes, donde vagaba por sendos desangelados sin otear una luz de neón, alentadora y titilante a partes iguales, en el horizonte y, en suma, tiempos donde aún no había nacido. O mejor dicho, renacido.

Pero ya no dueles. Hubo una vez que sí, pero eso ya forma parte del pasado. Como tú, supongo. El tiempo se convirtió en el remiendo más eficaz y tu ausencia en el antídoto que una vez creí veneno. Doliste y mucho, como una estocada de un estilete con complejo de bisturí asestada con la misma falta de compasión que una vez confundí con los designios de la pasión. Porque ya tu recuerdo se disipó, tu esencia se volatilizó y el eco perpetrado por tu voz se disolvió en la inmensidad del pasado. Igual que tu imagen, que se esfumó, como la llama de una hoguera recién rociada con un gélido aguacero. Tu memoria desapareció aunque en su día me impulsara para cambiar. Y para siempre evolucionar. 

Ya no dueles y nunca más dolerás. Eso te lo puedo asegurar. Te olvidé y nunca más te volveré a recordar. El epílogo de nuestra historia escrito está, para la posteridad y cerrado bajo llave, presurizado de donde nunca deberá escapar. Incluso por los lugares donde fuimos felices ya me atrevo a pasar, con la esperanza, quizás, de que otros buenos recuerdos puedan albergar. Y tu recuerdo bien encerrado está, cuidado con mimo como ese juguete de la infancia que tanto quise pero con el que ya no quiero jugar. Sin esperanzas, además, de que de una ranura para escapar pueda vislumbrar. Ahí, bien encerradito está.

¿Te he dicho que ya no dueles? Que lo mismo, se me ha olvidado. Lo que un día me hirió como un camión cisterna de doscientas toneladas derrapando sobre mi cogote se convirtió en el zumbido de un mosquito que, tras una mirada de condescendencia, pronto pierde las ganas de revolotear. Porque sin ínfulas de recordar y tras haber pasado página después de mil veces volver a hojear, ahora sí, me puedo permitir la deferencia de que ya no dueles, que ese privilegio hace tiempo que dejaste escapar y que, por supuesto, ya nunca más lo harás.

@joseangelrios92

2 de noviembre de 2016

El ente que mora debajo de tu cama


Aquella era su primera noche en la casa nueva, Sara tenía nueve años y nunca había tenido miedo a nada, sin embargo, su nueva habitación era mucho más grande y vetusta que la antigua y eso le producía una extraña sensación de desasosiego y perturbación por lo que decidió dejar una lámpara encendida antes de dormir.

La niña se acurrucó junto a su osito Teddy y pronto adormeció profundamente. En su sueño, Sara paseaba nerviosamente por las montañas, bordeando enormes precipicios cuando de pronto, detrás de ella surgió una criatura demoníaca con ojos rojos de fuego y largos y delgados brazos que terminaban en uñas deformes y repugnantes. El extraño ser se acercó hacia ella y con furia, la empujó hacia el vació.

Sara despertó aterrada pero su espanto fue mayor al darse cuenta que la luz del dormitorio estaba apagada y que se encontraba a oscuras, apenas una tenue luz proveniente de la farola de la calle dibujaba formas grotescas y aterradoras en la habitación. La niña se abrazó a su osito de peluche y se cubrió con las mantas completamente, pensaba que de esta forma estaría protegida de todo mal. Pero Sara era una niña valiente y tras recuperar la calma llegó a la conclusión de que todo era fruto de su imaginación, probablemente su madre habría apagado la lámpara y ella decidió encenderla nuevamente, volverse a dormir y olvidar su extraña pesadilla.

Con resquemor, se levantó de la cama y se dirigió hacia la mesita que estaba a dos metros de distancia. Cuando encendió la luz, se sintió más aliviada pero cuando volvía a acostarse, repentinamente, sobresalieron por debajo de la cama unos largos brazos espeluznantes que tiraron de los pies de la niña tratando de llevarla hacia un agujero debajo de la cama. Sara se sujetó de una de las patas del camastro mientras gritaba pidiendo ayuda. Los padres aparecieron rápidamente, encendieron todas las luces y calmaron a su hija, le mostraron que no había nada debajo de la cama, que todo había sido una pesadilla, pero la niña sabía bien que lo que había sentido era real. Al ver el estado de alteración en el que estaba, los padres permitieron a la hija dormir con ellos esa noche, pero el miedo se apoderó de la pequeña que fue incapaz de conciliar el sueño hasta el amanecer. “Hay un monstruo debajo de mi cama”, insistía a sus padres, quienes muy racionales trataban de explicarle que todo era fruto de su imaginación. Sin embargo, ante la insistencia de la niña, la madre prometió pasar la siguiente noche junto a ella para que pudiera darse cuenta que no había nada que temer.

Al anochecer, Sara estaba acostada abrazada a su madre, pero era incapaz de dormir. En un determinado momento la madre se levantó de la cama, al ver que la hija estaba despierta le dijo “voy al baño, ya vuelvo”. “Voy contigo”, le respondió la niña. Cuando Sara puso ambos pies en el suelo, los dos largos brazos demoníacos cogieron los pies de la niña y tiraron de ellos hacia debajo de la cama. La madre al escuchar los gritos fue ayudarla y la sujetó impidiendo que desapareciera por un agujero oscuro que había surgido debajo de la cama. Entonces asomó de allí una figura gris y monstruosa, que le gritó “niña, siempre viviré debajo de tu cama y cuando te levantes por la noche, te llevaré conmigo al infierno”. El padre apareció a tiempo para ver como ese demonio se desvanecía por debajo de esa cama.

Los cuatro años siguientes fueron una pesadilla para Sara y sus padres. Intentaron de todo, fueron bendecidos por un sacerdote y por un chamán, se mudaron de casa pero aquel ser infernal insistía en aparecer debajo de la cama de la niña. Sara desarrolló una cierta tolerancia ante la existencia de ese ente, jamás se levantaba por las noches pero forjó el propósito de investigar y encontrar la forma de destruir a ese demonio.

Un día, en la Biblioteca Nacional descubrió un libro olvidado de comienzos del siglo XIX, se titulaba “El ente que mora debajo de tu cama” de un tal Douglas McDermott quien narraba su experiencia con un ser infernal que lo persiguió durante toda su niñez. Contaba el autor que ese ser había sido atraído por su miedo y que una vez liberado, la única forma de vencerlo y de devolverlo al infierno era reflejar su figura en un espejo. Finalmente, la niña pareció encontrar una salida y decidió seguir las indicaciones del libro.

Compró un largo espejo y lo posicionó echado en el suelo, muy cerca de su cama. Cuando la oscuridad comenzó a tomar cuenta de la habitación, Sara dio un salto hacia la parte trasera del espejo. Al sentir los pasos de la niña, el ente comenzó a emerger pero de pronto se vio reflejado en el espejo y su propia figura lo estremeció. Y es que recordó que cuando estaba vivo en nuestro mundo había sido un hombre atractivo, exitoso pero malvado y descubrió que ahora se había transformado en un ser monstruo y esa visión, lo horrorizó.

“¡Vuelve a tu infierno, hijo del demonio!”, gritó Sara con todas sus fuerzas, luego de cual el ente desapareció completamente y al instante comenzó a respirarse un aire de paz y tranquilidad en la habitación. Esa noche, la niña pidió que sus padres le construyeran una tarima de cemento debajo de su cama. Nunca más volvió a aparecer ese demonio y nunca más habría un agujero por donde pudiera emerger por debajo de su cama.

31 de octubre de 2016

Lejos, bien lejos


Porque si te vas, yo también me voy. Jamás pensé que fuera a comenzar un artículo con semejante frase. Se ve que hay una primera vez para todo. Qué le vamos a hacer. Ya que le dan el Nobel de Literatura a Bob Dylan, como si empiezo con un siempre original y para nada trillado «Había una vez...». Pero volviendo a la cuestión central, escuché una vez una frase que, más allá de su sonoridad y los retazos de frase de cuenta de Twitter que desprendía, caló en mí de una forma en que sólo lo han hecho aforismos tales como «Tenemos que hablar» o «Se está rifando una hostia»: «Quien se va cuando no lo echan, vuelve cuando le da la gana».

O algo así. Porque si te vas cuando no has sido echado, nadie te impide volver sin ser llamado. Que sí, que la frase mola más que un Chevy Nova de 1974 con vinilos flamígeros e incluso varios Likes en Facebook te puedes llevar si lo pones de estado o de título en una sugerente foto, de esas impregnadas en una filosofía oriental que delatan tus morritos. ¿Pero tan obvio es? Pues incluso menos que aquello de «Quien más te quiere, te hará llorar». Falso, falaz, incierto, banal, engañoso, ilusorio, fraudulento y todos esos adjetivos que básicamente lo mismo vienen a significar. Porque no nos vamos a engañar. Quien te quiere no te hace llorar: te cuida, te protege, te busca, te ama, te llama, da las gracias cada día por tenerte a su lado y, por supuesto, te hace de todo menos llorar.

Es totalmente estúpido. Casi tanto como lo de «Querer que seas feliz aunque no sea a mi lado» o «No te merezco». Escusas, pretextos, cortinas de humo y, en suma, gilipolleces. Los eufemismos son los catalizadores que lo políticamente correcto aplica a la sinceridad. Quien te quiere no te deja marchar y, si te largas, hará lo posible por verte regresar. Como el turrón por Navidad, la siempre temida vuelta escolar o el pasado que un día te hizo zozobrar. Y si te fuiste y no hizo nada por retenerte, te alegrarás. Créeme que ese día llegará. Si tu tiempo no has de valorar, nadie más lo hará. Por eso, mantente lejos, erige un océano de distancia entre nosotros, escóndete agazapada entre la maleza y ni en recuerdos te vuelvas a acercar. Porque si la memoria más próxima a mí te hace estar, igual en una balsa de amnesia mereces navegar.

O lo mismo, no te querían tanto como te decían, porque si tu ausencia no le sirvió para reflexionar, es que a tu presencia hizo de todo menos apreciar. Y si sigues ahí, superando los límites que la dignidad impone al amor, cediéndole tu cabeza al verdugo para que le aseste un hachazo a los designios de tu corazón, dejaste de ser víctima para convertirte en copartícipe. Porque no te conformes con un «Ya te aviso yo si eso» o «A ver si un diíta nos vemos» —sin saber la diferencia exacta entre día y diíta, pero bueno—. Así que lárgate, quédate ahí dónde estás, bien a gusto. Pero sentada, por aquello de no cansarte de pie esperando. Y sírvete la copa de mi indiferencia, porque a veces es mejor ponerse en peligro, dejando oscilar como un péndulo tu integridad emocional e incluso sentirte desalentado por no haber conseguido lo que te habías propuesto para salir reforzado del batacazo, liberado de tus grilletes y, con la boca bien grande y tu conciencia a salvo, decir: «Que te den, aquí me bajo y que te vaya bonito».

@joseangelrios92

17 de octubre de 2016

Personas


Exacto, personas. Así, en general, tirando la casa por la ventana. Un concepto que engloba mucho, pero no por ello resulta inabarcable para un artículo, escrito, reflexión o el epíteto que creas que merecen estas líneas. Lo dejo a tu libre elección. Casi tanto como tu criterio para clasificarte en según qué categoría quieras estar o a la que jamás desearías pertenecer. O si lo prefieres, para catalogarme a mí. Que ya puestos, nunca está de más recibir un poco de tu propia medicina. No te cortes. Que lo mismo, a la larga te lo agradezco.

Porque están esas personas que, conociéndolas mucho, dicen más bien poco y otras que, sin saber demasiado de ellas, lo dicen todo. Y en muchas ocasiones, lo hacen sin abrir la boca. Su mera presencia resulta más reveladora que el manual de psicología clínica más sofisticado o, si eres muy exigente, de libro de autoayuda. Que pagar por consejos de vendemotos gurús que, desde su opulenta mansión de Beverly Hills, se permiten el lujo de decirnos cómo debemos actuar, pensar y sentir nunca está de más. Críticas aparte, se trata de esas personas quienes la confianza que otorgan los años no les han proporcionado ese preciado ingrediente imprescindible en cualquier relación: la empatía. O esas otras cuya aura negativa se percibe incluso antes del primer apretón de manos. Si es que te lo dan.

Luego están los que, pese a no caer mal, no podemos evitar esbozar un suspiro de alivio cuando se marchan. Son los que nos asedian con su pesimismo, quienes se empeñaron en mantenerse confinados en la oscuridad, aunque el sol más radiante se cerniera sobre ellos. Porque con ellos la célebre frase «Tú siempre negativo, nunca positivo», adquirió una nueva dimensión. Denominados tóxicos, su veneno una vez inoculado puede soterrar cualquier atisbo de optimismo y el antídoto más eficaz para ellos es la distancia. Y por otro lado, los que encontraron cualquier resquicio de luz entre la penumbra más insondable. Mejor dejarse embelesar por los segundos que sentirnos arrastrados por los primeros. 

Cómo olvidar a aquellas personas que, sin estar, nunca desaparecerán. Y también a esas otras que, estando, desaparecieron hace mucho. Esos que nunca conociste y aquellos que jamás se dejaron conocer. Quienes pasaron y su recuerdo quedó erosionado por el paso del tiempo y los que se esforzaron precisamente por que el tiempo no sepultara la amistad, los que nos recuerdan a seres importantes y los que idealizamos creyendo que serán como ellos. Los que fueron condecorados de conocido a amigo y los que, valiéndose de la traición servida con vajilla con ribetes plateados y cinco tenedores, bajaron el rango de amigo y conocido, dejándose por el camino ese dorado galón llamado confianza.

Y qué más da cómo conociste a esa persona, si vuestra amistad fue forjada durante la infancia, a través del amigo del primo de la hermana del novio de otro amigo, por redes sociales o en la barra de un garito, con la siempre original y para nada manida frase «¿Estudias o trabajas?», cubata en mano, obviamente. O si no has vivido en un búnker en los últimos dieciocho años y conoces ese innovador invento llamado internet, siempre puedes usar frases más actuales del tipo: ¿Tienes Facebook, WhatsApp, Twitter o Instagram? Con el cubata y todo también. O Tuenti, si eres de los nostálgicos, aunque a eso ya le ocurriera igual que a Pokémon Go: ambos pasaron a la historia. Por suerte, dicho sea de paso. Porque si aún no lo sabes, el medio sí justifica el fin, cuando se trata de esas personas que, surgiendo de la nada, se convertirán en todo.

O quienes nos evocan épocas que creíamos olvidadas y nos transportan a etapas de nuestra vida que creíamos sumergidas en la parte más inaccesible de nuestro inconsciente. Y ocurre sin darnos cuenta. Es algo que en psicología recibe el nombre de regresión asociativa. De repente, nuestra mente retrocede hacia momentos que parecían impenetrables, pero siguen en lo más profundo de nuestra mente, esperando que alguien avive la llama de su recuerdo. Y por último pero no menos importante, también están esas otras personas que escriben artículos describiendo los tipos de personas, esas para las que aún no se ha creado una categoría apropiada. O tal vez, sí.

21 de septiembre de 2016

La creatividad es la llave de todas las puertas


Probablemente esté inventado el aforismo del título, pero se me ocurrió sin más, volviendo de clase. Cuando hablamos de creatividad pensamos -o solemos pensar- en hacer cosas originales o hacer las cosas de forma diferente. Éste último entra en el concepto de innovación, parecido pero no es del todo creatividad.

¿Entonces qué es creatividad? Algunos lo ven como innovar, otros como encontrar solución a un problema. Ambos pueden tener razón. Yo lo ejemplificaría como lo hizo un escritor que vino a presentarnos un libro a nuestro colegio, César Mallorquí. El ejemplo que nos puso fueron Los Simpsons, y nos dio un detalle curioso de la popular serie de personajes amarillos y habitantes de Springfield: si os fijáis, ningún capítulo empieza tal como lo haría la trama principal de dicho episodio. Es un sello distintivo que se repite en las 20 temporadas que lleva en Antena (en nuestro caso, ese canal de anuncios donde se cuela un programa de vez en cuando que dice llamarse Antena 3). El comienzo te introduce en una historia breve que se desarrolla rápidamente y, por circunstancias de la misma, desemboca en la historia principal del episodio.

Éste es de los ejemplos de creatividad más claro que podría poner. Más breve y rápido es el que inventó la maleta con ruedas, quien estaba cansado de cargar en peso con su mamotreto.

Pero ciñéndonos a la realidad, la creatividad suele brillar por su ausencia. Especialmente, desde la formación de la que vengo, existe para todo una forma de hacer las cosas, unas normas y unas leyes que son así porque así se crearon y, desde siempre, nos han limitado a adiestrarnos a seguir las mismas a rajatabla.

La administración es claro ejemplo de ello: mecanismos establecidos, principios que puede que se cumplan o pueden que no, jefes inmovilistas que no salen de lo que hay escrito en un papel con sello oficial y un largo etcétera que para qué seguir. En éste caso, es necesario éste sistema, pero es un altar donde todo atisbo de creatividad muere.

Por eso, cuando digo que la creatividad abre todas las puertas no es un decir. Al que le picaba la espalda se sacó el rascador, a quien le molestaban los riñones de tanto fregar agachado en el suelo se sacó la fregona... 

Para bien o para mal, la creatividad nos ha llevado a realizar un sinfín de avances, y nos ha enseñado que no por poseer más estudios eres más inteligente, pues las ideas las puede tener cualquiera, otra cosa es el impacto que causen en la sociedad. El problema es que vivimos en un mundo donde se siguen órdenes a rajatabla, donde los prejuicios son el pan nuestro de cada día y donde nos imponíamos límites a nosotros mismos aparte de los que habían establecidos.

Pero claro, se me viene una posible contradicción a todo ésto: los departamentos de Investigación, Desarrollo e Innovación. ¿Existen por postureo puro y duro o realmente es más que una declaración de intenciones para ser más creativos? ¿se invierte poco o creéis que es poner un dinero a fondo perdido del que puede salir algo o no? Abro debate o, como diría en otros foros, abro paraguas.

13 de septiembre de 2016

11-S: El día que cambió el mundo


Los acontecimientos históricos irrumpen en nuestras vidas y lo hacen arrasando con todo. Aunque algunas veces son esperados como una amenaza latente y no causan una abrumadora expectación, sus consecuencias no pasan inadvertidas en absoluto. Asistimos consternados a una cantidad ingente de eventos de los cuales sólo algunos dejan una huella imborrable en nosotros: la caída del muro de Berlín, la Guerra del Golfo o la proliferación del terrorismo. Y con más asiduidad de la que nos gustaría reconocer, nos cambian para siempre. Las transformaciones que originan nos sumen en un profundo estado de incertidumbre cuyos síntomas se manifiestan mucho tiempo después siquiera de haberlos podido digerir. Algo así ocurrió hace quince años. El atentado contra el World Trade Center de Nueva York el 11 de septiembre de 2001 fue un claro ejemplo de ello. En la actualidad, más de una década después, el mundo se plantea unos interrogantes que aún no han conseguido una respuesta satisfactoria.

Esos hechos quedan enquistados en alguna zona de nuestra mente destinada a tal fin, llegando incluso a recordar la ropa que llevábamos puesta aquel día, qué comimos, con quién estuvimos, aquello que hicimos o lo que jamás pudimos hacer. Hechos trágicos como el de aquel tenebroso día y otros de más grata memoria que siempre permanecerán de forma indeleble en lo más profundo de nuestro ser y que nos inculcan la cualidad más importante que nos hace ser humanos: recordar. Y no solamente porque recordar nos haga aprender de la historia para no estar condenados a repetirla, sino porque nos hace formar parte de ella.

Son esos momentos los que jamás podrás olvidar, aunque los medios de comunicación intenten cubrirlos con un halo de mimetismo para erigir una densa cortina de humo en torno a ellos con las que disipar sus nocivos efectos. Algo que, con singular desvergüenza, realizan de forma envidiable. Porque son esos hechos, esperados algunos y sorprendentes otros, los que causan exactamente la misma sensación de estupor entre todos los presentes. Conmocionan, afectan y aturden con la misma intensidad que perjudica a sus principales damnificados. Personas normales y corrientes que cometieron el craso error de estar en el lugar equivocado en el momento menos recomendable. Quizá por eso mismo, por la naturaleza tan salvaje o por la envergadura tan colosal de aquellos atentados, nos hacen sentirnos identificados, como en un pequeño atisbo de aquello que los ilusos llaman empatía. Esa asignatura que siempre se nos atragantó. Y no precisamente porque el profesor nos tuviera manía.

Pero si algo hemos aprendido después de aquel fatídico 11 de septiembre de 2001, es que ya nada volvería a ser igual. Hemos necesitado más de un lustro —o tres, ya que estamos— después de aquello, pero lo cierto es que, sin saberlo, nos encontrábamos en la antesala de un cambio de era, de un nuevo ciclo o lo que es lo mismo: la entrada a las puertas de lo que realmente sería el siglo XXI. Y lo haríamos todos sin excepción, desde el principal líder mundial por entonces cuyo semblante petrificado en aquella escuela de Florida no le eximiría de las pertinentes responsabilidades, hasta la última persona trabajadora de a pie, que aquella desgarradora noticia le pillaría en Tailandia o en pleno World Trade Center al abismo de la hecatombe. A partir de entonces, nos enfrentaríamos a un enemigo desconocido que haría sucumbir a dos colosales mazacotes de hormigón armado que, al colapsar e inundar la isla de Manhattan de una polvareda de muerte intrusa de otra época, nos enseñarían que ese día el mundo cambiaría. Y con él, lo haríamos todos.

Porque con aquellas torres envueltas en llamas yacieron, además de tres mil personas, las esperanzas de permanecer en una etapa de relativa paz para enfrentarnos a la deleznable lacra del yihadismo, hasta entonces desconocida, que aún continúa azotándonos impíamente con su infame fanatismo. Aunque por encima de todo, aquella sobrecogedora jornada del 11 de septiembre de 2001 todos aprenderíamos a ser conscientes de que el mundo y la vida, ya fuéramos jóvenes, adultos, mayores o aún estuviéramos por nacer, se parecería muy poco a la que hasta entonces habíamos conocido.

@joseangelrios92

29 de agosto de 2016

En algún lugar del tiempo


Levántate, que ya va siendo hora. Hazle un favor a tu dignidad y no mires la hora. Y hazle otro mayor y no recuerdes qué hiciste anoche. Algún día te lo agradecerás. Pones la alarma del despertador a una hora decente para justificarte hasta que la apagas dos segundos después de que haya sonado. Ya nos vamos conociendo. La luz matinal entrando por las cortinas e iluminando el ventilador que, de un modo reparador se ha convertido en tu mayor aliado veraniego, son la prueba fehaciente de que el día ha comenzado hace ya un rato. Parece obvio que estás perdiendo más el tiempo que cuando rellenabas tu espacio personal en Tuenti.

Pero hace bastante que esas variables cartesianas llamadas espacio y tiempo no surten efecto en ti. Es más, te han sumido en un letargo existencial que ni la velocidad resultante de su cociente consiguen alejarte de todo. El tiempo confiere rapidez al paso de los años. Convierte las horas en minutos y los minutos en segundos. Y ni con fórmulas ininteligibles, ecuaciones arcanas, ni derivando, ni integrando en intervalos cerrados, ni en abiertos tampoco, ni elevando a la enésima potencia, ni con la tabla del dos apuntada en una chuleta se despeja la incógnita de tener tiempo y no saber qué hacer con él. Lo llamamos aburrimiento. 

Porque siempre te puedes resignar a esperar, dado que dicen que «el tiempo todo lo cura». Observar algo desde la perspectiva y la distancia puede resultar terapéutico. A modo de retrospectiva, contemplar cómo actuábamos en el pasado, cuantificar nuestros errores, enorgullecernos de las buenas decisiones y lamentarnos de la inocencia que las decepciones nos arrebataron ayuda a alejarnos de esas vivencias de ingrato recuerdo, de personas que nos defraudaron y, en definitiva, alejarnos de nosotros mismos para, quizá de ese modo, volver a encontrarnos. 

El tiempo y el espacio son conceptos antagónicos que se sobreponen el uno sobre el otro en una perfecta simbiosis. La distancia sólo sirve para perder el tiempo y el paso de este continúa con su travesía, convirtiendo en pasado cada atisbo de presente que cae en sus manos. Y podemos medir el tiempo como espacio entre nuestros recuerdos. Porque resulta paradójico que pidas un tiempo cuando, en realidad, lo que quieres es ganar espacio. Y que desees tener tu espacio para echar de menos el tiempo. Porque al final puede que aquello de espacio partido por tiempo no nos aporte la velocidad que necesitamos para escapar del pasado más ominoso que se pueda concebir. Y eso no lo explicaron en el instituto.

No pierdas más el tiempo. ¿No sería mejor coger las riendas de nuestras vidas antes de condenarnos a esperar? A la mierda la experiencia, la perspectiva y esos rollos. Dicen que la experiencia es como regalarle un peine a un calvo, porque siempre llega cuando menos falta hace. Quizá, no sea necesaria la experiencia para ser feliz. No esperes más, porque sólo vas a lograr encontrar lo que buscas cuando ya te falten las fuerzas, la motivación y la ilusión. Porque si aún no sabes qué o a quién esperas, es probable que jamás lo encuentres.

Esperar es llevar al limite la definición de la paciencia y gritar a los cuatro vientos que nos sobran días de vida, esperando tiempos mejores. Sentarse a observar cómo el minutero y el segundero avanzan en la cuenta atrás de nuestra vida sólo va a acelerar la mecha que dinamitará nuestro final. La vida es como un partido de fútbol sin prórroga, penaltis, ni descuento. Y esperar es como lanzar balones fuera cuando vas perdiendo, mermando las posibilidades de remontada. Porque este final, al igual que el fin de nuestra existencia, tampoco tendrá vuelva atrás. Séneca, cuyas becas tantas horas de diversión y resacas han inculcado en los estudiantes de este país, decía: «Quien no tiene que esperar, de nada debe desesperarse». Y no le faltaba razón.

Por eso, te pido que no esperes más. A nada ni nadie. Que tus recuerdos no sean un lastre que te frenen en la búsqueda de tus metas. Sí, has leído bien: buscar tus metas. Si aún no las tienes, no desesperes, que llegarán. Y si ya las tienes, cuídalas, mímalas, protégelas y todos los sinónimos que quieras para dejar de ponerte excusas que te frenen en tu objetivo. Igual incluso los tienes pero no han salido del cascarón y no eres consciente de ello. Tampoco hay que hundirse si no hemos podido llegar a ser futbolistas o enfermeras, como queríamos serlo con diez años. Actualicemos nuestros sueños que, si aún no han llegado, lo harán de forma silenciosa, sin que te des cuenta, en vez de esperar a que ellos te persigan a ti. Despega y mira todo lo maravilloso que tienes a tu alrededor. Quizá así tomes el impuso necesario para dejar atrás aquel espacio donde el tiempo quedó atrapado.

31 de julio de 2016

¿Qué fue de mí?


¿Qué fue de mí? Ya ha pasado demasiado tiempo, más del que jamás llegué a imaginar. Un intervalo que ha servido para recordar con más asiduidad de la que me gustaría los momentos que compartimos, y para acordarme de cómo era o cómo quería ser. Ya no me reconozco en fotos, ni siquiera en esas en las que mostraba mi mejor perfil que para nada había ensayado cuatrocientas veces ante el espejo. Será porque entonces mi sonrisa estaba auspiciada por unas ilusiones que, cumplidas o no, han cambiado más de lo jamás imaginarás.

¿Aún no sabes lo que fue de mí? Te lo diré. Sin florituras, virguerías ni malabarismos. Simple y contumaz, a mi estilo. Ya no me preocupo por esas situaciones, intangibles y decepcionantes al mismo tiempo, que me impedían conciliar el sueño; no lloro por aquello por lo que solía llorar, pero sí río por lo que antes me producía un respeto sepulcral. He viajado por sendas que creía desconocidas y explorados terrenos ignotos que me han hecho aprender la asignatura más difícil que siempre me quedó para septiembre: conocerme a mí mismo.

Es posible que nadie te haya dicho lo que fue de mí. Seré más revelador que una red social. No sé cómo me habría ido contigo, pero tampoco me ha ido del todo mal sin ti. Si algún día me ves, disimula. Y no lo hagas disimuladamente. Como si fuéramos dos perfectos desconocidos que no son nada pero que un día creyeron serlo todo. Qué ilusos ellos. Disimula, por favor. No te cortes. Es más, desvía la mirada cuando nuestras pupilas se vuelvan a encontrar, buscando evocar los sentimientos sepultados bajo la erosión que conceden los años. Porque un año cambia a una persona, aunque recuerde literalmente nuestro último mensaje. Unas palabras que, sinceras o no, han quedado grabadas en mí con tinta china y que rubricaron un final que no merecía nuestra historia.

En todos estos meses en los que no sabes lo que fue de mí, o tal vez sí, yo qué sé, he visto muchas cosas. He visto pasear a personas que no estaban enamoradas, cogidas de la mano y todo. Y también he recordado a otras que, estándolo, no pueden hacerlo. También he aprendido mucho en este tiempo. No me lo has preguntado, pero ya puestos, yo lo suelto. He aprendido que lo que hoy es importante mañana no lo es porque he llegado a ese momento inescrutable en la vida de todos en el que aprendemos que por lo que ayer llorábamos, hoy reímos. Porque ya sé que el amor tiene límites que la dignidad impone, que se puede ser feliz echando de menos y que los recuerdos son eso: recuerdos. Vivencias del pasado que jamás se convertirán en presente. Por mucho que alguna vez lo fueran. Y ese es el problema de los recuerdos que, con la nocturnidad y alevosía onírica que confieren los sueños, se convierten en presente. Aunque sólo sea un ratito.

Porque si no sabes lo que fue de mí, no me enrollaré más. Estoy bien, de veras. Y por extraño que pueda parecer, mejor que un año atrás por estas fechas. Nunca imaginé que escribir fuera la mejor catársis. Bueno, en realidad, sí. Ya ni tu recuerdo varado en la orilla llena ese vacío insondable que, por más páginas que deshoje en el calendario, sigue latiendo de forma latente. No soy el mismo que antes y, probablemente, no seré el mismo que mañana. Dime qué has hecho conmigo, porque ni yo siquiera me reconozco ya. Y tú has sido la responsable de ello, regando con mis propias lágrimas aquel árbol que, por muy huracanada que sea la tempestad o fuerte arrecie la tormenta, nunca sucumbe ante ella.

Ya sé lo que fue de mí. Pero qué mas da, eso no lo verás. Lo que sí verás es que mantengo mis sueños intactos, mis metas en la misma dirección y mis objetivos financiados por una huella imborrable que dejaste en mi vida y que jamás desaparecerá. Y los verás cumplidos muy pronto. Eso te lo puedo garantizar. Dicen que las personas predestinadas a permanecer en nuestras vidas regresan tarde o temprano. ¿Ocurrirá? No lo sé, sólo es algo que he leído por ahí. Mientras tanto, que la función continúe porque, en palabras del gran Charles Chaplin: «La vida es una obra de teatro que no permite ensayos».

@joseangelrios92

21 de julio de 2016

Encuentran un Moltres en el Altozano a las cinco de la tarde


La fiebre de Pokémon Go ha traspasado fronteras y, en apenas pocos días, millones de teorías, suposiciones y conspiraciones acerca de la localización de ciertos Pokémon han proliferado a un ritmo asombroso. Especialmente, los rumores acerca de la ubicación de los Pokémon legendarios han sido los que más expectación han causado entre los entrenadores que desean ver completada su Pokédex en el menor tiempo posible.

En concreto, uno de los pájaros legendarios, Moltres, ha sido avistado en la célebre Plaza del Altozano en Sevilla en pleno mes de julio a las cinco de la tarde. La mítica ave de fuego, uno de los Pokémon más codiciados, fue visto por un grupo de suicidas viandantes al disponerse a cruzar el Puente de Triana, posado en la estatua de la gitana situada en las proximidades de la zona. Los testigos declararon ante los micrófonos de La poca razón: «Hacía mucha calor, diríamos que unos 47 grados a la sombra y allí vimos a Moltres. Estaba refugiándose en la sombra y nos preguntó si teníamos un poco de agua, porque se moría del calor».

Al verlo y comprobar que no se trataba de una alucinación producto de las altas temperaturas, los entrenadores se dispusieron a capturarlo con resultados poco productivos. En alusión a ello, el pájaro legendario declaró ante los compañeros desplazados a la capital hispalense: «Ojú, chiquillo, vaya calufa hace en Sevilla, incluso más que dentro de una poké-ball. A ver si empieza ya la Velá, que tengo ganas de tomarme un rebujito en la caseta del Partido Comunista». Además, añadió: «Como siga haciendo tanta calor, me voy a plantear participar en la cucaña. Si llego a saber esto, no cojo el Blablacar desde Kanto y me hubiera quedado con Articuno de vacaciones en las Islas Espuma».

13 de julio de 2016

En Pokémon Go, encuentran un Magikarp en la Moncloa


Los compañeros de investigación de La poca razón no han querido ser menos y también se han apuntado a la incipiente moda de Pokémon Go. Tras sortear todo tipo de escollos y finalmente poder instalar dicha aplicación, nuestros reporteros decidieron empezar por la puerta grande, concretamente por la del Palacio de la Moncloa. Tamaña fue la sorpresa que se llevaron al utilizarla en el despacho del presidente del gobierno en funciones, Mariano Rajoy.

Después de la reunión que el ejecutivo mantuvo con el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, los compañeros decidieron usar Pokémon Go en la sala donde Mariano Rajoy recibe a los principales líderes políticos. Al encenderla, se toparían nada menos que con un Magikarp, un pokémon tan inútil como el anfitrión del palacio presidencial. «Nos dispusimos capturarlo enseguida, aunque Magikarp es muy malo, pero queríamos evolucionarlo a Gyarados que sí es muy bueno. Lo malo fue que que no teníamos poké balls porque el Gobierno no las subvenciona», afirmaron nuestros compañeros.

Consternados por no haber podido capturarlo, los corresponsales de La poca razón desplazados a Moncloa tuvieron la oportunidad de intercambiar algunas palabras con Mariano Rajoy quien les comentó: «No habéis sido los primeros en usar Pokémon Go aquí. El otro día Soraya lo usó en un consejo de ministros y se encontró con doce capullos, o sea, con doce Metapod que sólo podían usar fortaleza. Aunque lo más sorprendente de esto es que estuvieran allí trabajando en verano». Después de ser atendidos en persona por el presidente del gobierno en funciones, los periodistas abandonaron el palacio de la Moncloa, sin poder hacer uso del centro Pokémon más cercano que había sido privatizado por el Partido Popular recientemente.

@joseangelrios92

8 de julio de 2016

Barack Obama: "Voy a Sevilla a hacerme hermano de Los Negritos"


La llegada del presidente de Estados Unidos, Barack Obama, a la ciudad de Sevilla es, sin duda, el evento del año. La última visita de un jefe de gobierno norteamericano data de 2001 y tuvo como protagonista a Bill Clinton. Las medidas de seguridad desplegadas por los efectivos policiales por toda la capital hispalense han sido llevadas a cabo para garantizar que el convoy presidencial discurra de forma relajada y sin sobresaltos a través de la apacible calor sevillana. De igual modo, los propietarios de comercios, bares y establecimientos de la capital andaluza han adaptado sus locales para recibir por todo lo alto al jefe del ejecutivo estadounidense.

Así pues, los compañeros de investigación de La poca razón pudieron reunirse con Barack Obama en el despacho oval de la Casa Blanca, lugar donde el presidente acogió con hospitalidad a nuestros reporteros, a quienes les ofreció una tapita de jamón serrano y caña de lomo. En la intimidad de la sala de Washington DC, pudieron conocer de cerca los motivos de su viaje a tierras sevillanas: No se lo he dicho a nadie, ni siquiera a mi mujer, pero realmente voy a Sevilla a ver una cofradía de Semana Santa que siempre me ha gustado, Los Negritos. Sorprendidos, los periodistas desplazados a las instalaciones presidenciales persuadieron al presidente para conocer más información. Sí, soy más capillita que la madre que me parió, afirmó textualmente. De hecho, pongo El Correo TV a través del satélite para no perderme ninguna cofradía. Antes veía Canal Sur, pero me tengo que tragar la Semana Santa de Málaga que no me mola ni un pelo, sentenció el presidente nacido en Honolulú.

El líder del Partido Demócrata afirmó que no quiere perderse nada y que desea conocer todas las costumbres de los sevillanos. Comentó que le hacía ilusión ir a Líbano, pero a la terraza de la avenida de la Palmera, no al país y que no le gustaría dejar Sevilla sin comerse un montadito del célebre Bar Trini, sin escatimar en mojo picón. Asimismo, Barack Obama anunció ante los micrófonos de La poca razón: He hablado con mi chófer y le he dado la orden de que no pase por Plaza de Cuba, que le haga un bloqueo a esa zona, porque no quiero acabar en el Pub Phoenix con todos los Erasmus de Estados Unidos, que los tengo muy vistos ya.

Mi mujer Michelle y los niños querían ir a Matalascañas, pero al final he podido convencerlos para venir a Sevilla. A ver si podemos pasar por la avenida de Kansas City para sentirme como en casa, expresó un eufórico Barack Obama quien, además, desveló el motivo secreto de su visita. En relación a ello, declaró: Tengo todos los papeles hechos para hacerme hermano de Los Negritos, aunque lo que me preocupa es que haya que salir descalzo, porque me van a reconocer enseguida y que sea difícil pillar la papeleta de sitio ¿Sabéis si puedo hacerme una bola de cera?

27 de mayo de 2016

Fuga de corazones


Vuela conmigo. No lo pienses más. No importa adónde, ni con qué y, aunque parezca raro, tampoco el por qué. Sólo cojamos el equipaje y pongamos tierra de por medio. Con la ilusión como único medio de subsistencia y con exclusivo destino el camino que se abrirá ante nosotros. Y hagámoslo por todo lo alto, con billete sólo de ida. Porque sólo lo que dejamos atrás nos hará coger el impulso necesario para afrontar nuevas aventuras e inéditos rumbos que tan sólo ayer no creíamos privilegiados de alcanzar.

Porque nunca es tarde para comenzar de nuevo, tomar una bocanada de aire fresco y dejarlo todo atrás. Sólo así podremos hacer que nuestros sueños se hagan realidad, antes de que ellos nos persigan a nosotros por la inmensidad del cielo. Pero eso da igual. Sólo estaremos tú y yo. Qué diablos importa dónde acabemos, como si nos alejamos de todo atisbo de la urbe o acabamos en un remanso de paz, con un molino de viento como único testigo de nuestro amor. Y alguna que otra oveja escurridiza pastando al fondo. 

Salgamos de aquí. No perdamos ni un segundo más. Será un sitio mejor, sin duda. Que aunque en los informativos lo llamen fuga de cerebros, tú y yo sabemos que no va de eso. Pongámonos al día. Porque ya ha pasado más tiempo del que jamás imaginé. Sin reproches, aspavientos ni quejas. Sólo el afán de construir un futuro juntos, como el que un día imaginamos y que la fatalidad del destino se encargó de demoler como un castillo de naipes. Pero así son las cosas. El pasado nunca volverá y el futuro se escribe cada día. Y qué mejor que escribirlo contigo.

Cuéntame todo acerca de ti. Quiero enterarme en profundidad, sin escatimar detalles. Cómo te fue durante todo este tiempo y, si no fue muy bien, da igual. No lo hagas, que los malos presagios corren al ritmo de un reguero de pólvora, esperando encontrar un chorro gélido que dé al traste con ellos. Y como dicen que la falta de noticias es la mejor de las noticias, no le cuentes a nadie que te fuiste conmigo, por lo que pueda pasar. Es mejor mantener el misterio y la intriga. Ya se enterarán. Facebook será nuestro más fiel confidente. Igual no es la idea inherente a cualquier cuento de hadas, pero no importa. Que se jodan.

Vente conmigo, por favor. Vámonos de aquí. Dónde tú quieras, no me importa dónde si es contigo. Sólo mira al cielo y cógeme fuerte de la mano. Verás que se torna más azul a medida que nos adentramos en él. Está en nuestras manos. Que los errores del pasado sólo sirvan para no volver a ser repetidos en el futuro. Todo nuestro devenir está ahí fuera, esperándonos. Y qué más da lo que ocurra. ¿Ves cómo las nubes se disipan porque no hay nada que pueda detenernos? Abre los ojos, porque ya hemos llegado.

19 de mayo de 2016

Julio Iglesias rompe su silencio: "Yo soy el padre de Darth Vader"


El cantante Julio Iglesias ha sorprendido a propios y extraños con unas declaraciones en las que afirma tajantemente la paternidad de uno de los personajes más emblemáticos y célebres de la historia del cine. Según contó el conocido intérprete en una jugosa entrevista concedida a los compañeros de 'La poca razón' la semana pasada, esta primicia podría hacer tambalear los cimientos de Hollywood: Es algo que nunca he contado a nadie, ni siquiera a mis más allegados, pero yo soy el padre de Darth Vader.

Con relación a ello, el Community Manager del Twitter oficial de Julio Iglesias ha emitido un comunicado de prensa en el que manifiesta textualmente: Nuestro todopoderoso padre Julio Iglesias tiene una información impactante de la que sólo puede dar una pista: Que la fuerza os acompañe, y lo sabes. A fin de verificar la alucinante noticia, el compositor mostró a través de sus redes sociales una fotografía junto con R2D2 y C3PO, acompañada de un autógrafo dedicado a los simpáticos androides de la legendaria saga cinematográfica que rezaba: No os paséis al lado oscuro, mejor venirse a Ibiza. Besos, Julio.

Perplejos ante la increíble exclusiva que acababan de escuchar, los entrevistadores intentaron extraer más información sobre esa rocambolesca noticia: Sucedió en una gira interestelar, tuve un concierto en el planeta Tatooine, conocí a una chica guapísima y, al final, me tuve que acostar con ella para no hacerle el feo. Se llamaba Shmi Skywalker, creo, comentaba Iglesias. En palabras del propio cantante, años después, en la premiere de 'Star Wars: Episodio 4 - Una nueva esperanza' y, tras ver a Darth Vader en pantalla, el artista le dijo a George Lucas: Georgie, Darth Vader me recuerda a mi, es un truhán y, a la vez, un señor. Por cierto, la actriz que hace de la Princesa Leia está muy rica, ¿no tendrás por casualidad su número de teléfono, no?

No obstante, Julio Iglesias no pudo asumir en ese momento la paternidad de aquel joven niño, debido a los excesos producidos en la fiesta de las animadoras de los Miami Dolphins de 1977, evento del que, además de guardar lascivos recuerdos, asegura no poder dar ninguna información por presiones del FBI y del propio Gobierno de los Estados Unidos. Con respecto a ello, afirmó: La verdad es que aquella fiesta fue un desfase pero no puedo decir qué ocurrió exactamente. Sólo diré que nueve meses después, todas dieron a luz veinte varones muy guapos y con un bronceado de latin lover que sólo he visto cuando me miro al espejo. Según las imágenes registradas en la base de datos de 'La poca razón', las imágenes de aquella fiesta están censuradas por motivos de seguridad internacional. Jimmy Carter me dijo que lo que ocurrió esa noche se quedaba entre nosotros, mientras se quitaba la corbata que llevaba anudada en la cabeza y se quitaba el carmín de la cara, declaró el artista, consciente de la intriga que estaba generando.

Preguntado por su disposición a realizar una prueba de ADN que efectivamente corrobore la autenticidad de su paternidad, Julio Iglesias contestó: Por mí no hay ningún problema, pero sólo lo haría en la Estrella de la Muerte, porque en agosto tengo un concierto en un geriátrico de allí y me han dicho que tiene buenas playas. Asimismo, el cantante comentó ante los micrófonos de nuestros compañeros: Me preocupa la voz tan ronca de mi hijo, parece que se ha fumado la fábrica de Philip Morris entera. No sé si se podrá dedicar al mundo de la canción, como su hermano Enrique para sacar un remix de 'El Perdón' con Nicky Jam.

De ser así, no sé dónde podré celebrar la próxima Nochebuena con todos mis hijos. Mi chalet de Naboo tiene sólo 3.000 hectáreas de extensión y no creo que quepan todos, dijo Iglesias visiblemente preocupado. En cualquier caso, el tema de la paternidad se dilucidará en los próximos meses y ya se encuentra en mano de los asesores y abogados del intérprete. A ver qué pasa con todo este embrollo, porque otra cosa que me preocupa también es si este político de la coleta que se apellida igual que yo es descendiente mío, porque no me extrañaría... y lo sabes.

3 de mayo de 2016

Pase lo que pase mañana, siempre tendremos hoy


Muchas veces nos encontramos en mitad de un sinuoso túnel de apariencia eterna que parece engullirnos en la penumbra. Un corredor del que dicen que, al final, se puede vislumbrar un poco de luz que nos arroje la reconfortante sensación de salir sanos y salvos de allí. Sin embargo, el tiempo pasa con su ritmo inexpugnable y sentimos cómo quedamos confinados dentro de esa larga agonía mientras la esperanza de escapar se hace añicos.

Y es en ese momento cuando todo sale del guión establecido. Los actores que rigen nuestras acciones en una función que alegoriza la vida improvisan con una brillantez que incluso el director más tenaz se derrite en elogios. Aterrizaste en aquel desolador escenario para darme la luz que perdí a lo largo de esa vasta oscuridad. De repente, las piezas que no encajaban en mi mente hicieron clic y adoptaron la forma idónea para que todo se edificara con naturalidad y sosiego. En ese instante aparecería a lo lejos algo que nos sumergería en un océano de felicidad. Con la extensión de un píxel y la fugacidad de la felicidad, al final divisamos la anhelada luz al final del túnel.

A partir de entonces, las aventuras no dejarán de sucederse, guiados con la desbordante ilusión y tu arrebatadora sonrisa, para salir de un túnel del que cada vez vemos la salida más cerca. Será un camino inigualable donde la felicidad por disfrutar del proceso tumbará al proceso en sí. Una mágica travesía donde tu compañía endulzará por completo la esencia de esos lugares que quedarán para siempre anegados de tu demoledor encanto. Y podremos toparnos con infinidad de escollos antes de salir de ese sobrecogedor conducto o incluso perdernos dentro de su inmensidad, pero nada ni nadie cambiará todo aquello que vivimos hoy.

Porque qué más da lo que tenga que venir si no nos obsesionamos por atrapar cada fracción de milésima de segundo que vivamos. Ese es el principal ingrediente que enaltece un cóctel exquisito sin parangón, algo que desde tiempos inmemoriales se conoce por felicidad. Y algo tan mágico y de naturaleza tan indescriptible que ni el sopor ni la monotonía impuesta por el carácter álgido de la postmodernidad podrá sustituir por un sucedáneo. Aunque se empeñe incesantemente en ello.

Será sólo así cuando podremos analizar la inherencia y el carácter indescriptible de lo que fueron aquellos días, sólo porque nos empeñamos en exprimir hasta el último suspiro que pudimos disfrutar juntos. Y hacerlo con un instrumento de precisión astronómica: la perspectiva que otorga la experiencia. Sin aspavientos, ni cantos de sirenas. Dándolo todo, sin miedo a perder más de lo que no pudimos ganar. Mientras tanto, como el que no quiere la cosa, amanecimos abrazados por un cegador halo de luz, lo que fue la prueba fehaciente de que al final, sin darnos cuenta, salimos del túnel. Y lo hicimos de la manera más difícil: disfrutando el momento. Gracias.

@joseangelrios92

10 de abril de 2016

Menos pensar y más sentir


Nos pasamos toda la vida pensando. Pensamos si estamos haciendo lo correcto, si es buena idea esta o si es mala la otra, mientras las oportunidades desfilan delante nuestra sin ni siquiera habernos percatado de ello. Nos dicen cómo tenemos que ser para conseguir todas esas metas y aspiraciones que no necesitamos para nada. Y por el camino, hemos engrosado varios ceros en las cuentas corrientes de personas que, sin conocerlas y sin conocernos, guían nuestro destino con más determinación que la que nuestro orgullo llegará a reconocer.

No pienses tanto y haz lo que te dé la gana. A decir verdad, no se trata de decir lo que uno piensa, sino lo que siente. Porque pensamos que van a ocurrir cosas, sin caer en la cuenta de que lo único que va a pasar es este día que no volverá jamás. Apaga la monótona alarma del despertador. Levántate, dile a tu madre que la quieres, sal a la calle con el ultraje de no haber combinado los colores y camina por esas zonas que decodifican recuerdos de tu infancia. No esperes lo que esté por venir, sólo sal y búscalo. Porque resignarse a esperar es como gritar a los cuatro vientos que nos sobran días de vida. Y a quien le sobra días de vida es realmente porque se lo merece.

Venga, piensa un poco menos. Di lo que te molesta. A ver lo que pasa. Que a lo mejor, con suerte, no te parten la cara. Olvida los prejuicios, las prenociones, los estereotipos y las modas. Al cuerno con las modas. No sigas las modas por seguirlas, ni las dejes de seguir por no seguirlas. Confecciónate a ti mismo, sitúate en ese limbo social de carácter indefinido y que se encuentra en el ecuador de lo correcto y lo incorrecto. Sólo ahí te podrás sentir con la suficiente displicencia para mirarlos a todos por encima del hombro, penetrarlos con una incisiva mirada de altivez propia de un portero de discoteca y sentirte así, como el sol cuando amanece: libre.

Di palabrotas. Muchas y todo el rato: coño, puta, joder, cabrón, carajo, zorra, pollas, cojones, políticos. Llama a las cosas por su nombre y propínale un fuerte puntapié a los eufemismos, enchufándoles un gol por la escuadra a la sinceridad. Tatúate todo aquello que tu subconsciente se haya obsesionado de dejar sepultado todos estos años. Y hazlo en el color que más te plazca. En cursiva y todo. O si lo prefieres, juégatela y póntelo en chino. Sólo así sentirás que, desconectando de todo, te irás progresivamente enchufando a la vida. No a esa vida que nos han aleccionado para vivir, no. A la auténtica vida.

O pon tierra de por medio. Compra un billete sólo de ida, ligero de equipaje como diría Antonio Machado y como único destino la travesía que tienes por delante. Haz autostop, móntate en una Volkswagen Combi tuneada con esmero y divisa ese inhóspito secarral que se abre paso ante ti. Duerme en una gasolinera, sin más techo que el telón que estrellas que te acurruca con su gélida brisa en mitad de la nada. Y enamórate por el camino, ya puestos. Cuando te sientas que ya has tirado la casa por la ventana, que no se puede ser más bohemio o progre, según el periódico que leas, apaga el wifi de tu smartphone. ¿Que aún lees el periódico? Pues deja de zambullirte en ese reguero de desgarradoras noticias y, sólo por hoy, aunque sea por un ratito, busca la verdad. O mejor aún, tu verdad.

Deja de pensar. Deshazte de todas esas ideas autolimitantes impuestas por esas personas que nunca las consiguieron. Y si me lo permites, nunca lo conseguirán. Ni que decir tiene que dejes de retuitear ipso facto las cuentas que te enseñan a cómo soñar para sólo producirte estremecedoras pesadillas. No busques más en Google cómo vivir bien, encontrar tu estilo de vida y artículos de verso etílico donde el listillo de turno, que adopta el nombre de gurú, te dice como tienes que vivir. Y por encima de todo, no dejes que nadie te diga ni lo que tienes que hacer, ni cómo pensar o cómo dejar de sentir. Ni tan siquiera yo.

3 de abril de 2016

La noticia es la velocidad


Hay veces en que la realidad se empeña en desmentirse y se nos convierte en auténtica literatura de ficción, como si pretendiera sorprendernos mostrándonos su predilección por los extrarradios de la razón en sus propios devaneos casi literarios. Entonces, como cualquier aficionado a la literatura, la propia realidad pareciera también lanzarse en busca de metáforas que nos digan – o nos desdigan- sobre cómo explicarnos a nosotros mismos.

La noticia está en todos los periódicos con un titular más o menos parecido: Cazado en Madrid a 297 hm/h un Porsche. Su conductor, un discapacitado sin carnet. Incluso en Diariomotor puede leerse la misma noticia con ribetes casi literarios: Era un día soleado, y una pareja de la Guardia Civil tenía instalado su radar camuflado en el kilómetro 4 de la autopista de peaje R4, entre Pinto y Parla. Lo que no podían imaginarse es que su turno iba a saldarse con lo que a todas luces es el mayor exceso de velocidad que han captado los radares de la Guardia Civil. En un instante, un Porsche pasaba a toda velocidad a su lado, tan rápido que apenas tuvieron tiempo de identificar con claridad el color. Cuando contemplaron el cinemómetro imagino que no darían crédito a lo que veían sus ojos, el radar había detectado a un Porsche 911 Carrera a 297 km/h.

Es así. La noticia es la velocidad, y convertida ya en metáfora, pareciera venir a querer contarnos cosas sobre lo que profundamente somos, trascendiendo así su condición de noticia para hablarnos sobre la propia condición humana. La velocidad es el signo de estos tiempos. Es lo que nos decimos cuando nos convertimos también en aficionados a filósofos y pretendemos explicar en un titular todo el entramado que anuda la complejidad de la sociedad y la época que nos ha tocado vivir. Somos velocidad y somos noticia y tanto una como la otra parecieran alejarnos precisamente de lo que somos. O quizás no

Hubo una vez en que el hombre debió sentirse interpelado por la lejanía y llegar lejos pudo ser desde siempre una de nuestras aspiraciones más profundas para fundar en torno a ello una épica que hemos venido alimentando a través de nuestros héroes en la literatura, el cine o las noticias. De la misma manera, la aventura de llegar lejos contiene en la otra cara de la misma moneda relatos que pudieran hablarnos de huidas que son también hacia adelante entre el vértigo y la incertidumbre; y en esas estamos.

A cada época, su épica; eso podríamos decir al pensar en cómo la velocidad se ha instalado como una de las formas más genuinas de nuestra cultura, aún sospechando de su oportunismo de venir como anillo al dedo a gran parte de la irracionalidad en la que parece fundarse algunos de sus presupuestos. Hablamos de velocidad que es distancia y es tiempo, también en nuestras vidas, donde la propia experiencia apenas tiene tiempo de ser algo más que la emoción momentánea que se superpone a la necesidad de otras nuevas y continuas experiencias y emociones. Hay que vivir intensamente -otro signo de los tiempos-; eso diríamos mientras de la misma manera se suceden las noticias que se superponen también continuamente, para ser y dejar de ser sustituida por la siguiente en los sucesivos titulares de periódicos y telediarios. Es la velocidad y es la noticia; y, si nos pusiéramos exquisitos, también pudiéramos decir que es la fugacidad como nuestro destino irreversible hacia el vacío.

A cada época, su épica; y quizás vivamos estos tiempos con el vértigo y la incertidumbre del comienzo de la experiencia del vacío de la épica, un vacío por deshumanización -otra forma de alejarse- que llena nuestras pantallas de extravagancias que se venden como ficción. Es entonces que la noticia de un Porsche cazado a 300 por hora, conducido por un discapacitado sin carnet, pareciera venir a rescatarnos desde muy adentro de nuestras rutinas cotidianas, que limitan al norte con la normalidad y la sociedad de consumo, y al sur con la desigualdad y la transgresión. Quizás sólo sea nuestra propia manera de reivindicar la épica, de rechazar el vacío de la épica en nuestras vidas. Por eso miramos la realidad buscando que nos sorprenda con guiños que son propios de la literatura que como siempre tiende a rizar el rizo entre aventuras y desventuras, entre héroes y antihéroes. Y en esas estamos.

Manuel Martín Correa.

7 de marzo de 2016

GAL: el Watergate español


La fallida investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno ha sido un proceso tan arduo y tedioso como previsible. Repleta de la típica expectación que suele conllevar, este clima ignoto nos sumerge en un océano desconocido de la historia de la política española. Un futuro incierto que supone la antesala de un terreno inexplorado de nuestra democracia, a merced del cual se encuentra el inmenso magma de la población. La formación de Pablo Iglesias acaparó todos los ecos mediáticos durante el debate de investidura al afirmar que Felipe González tiene, textualmente, las manos manchadas de cal viva, en referencia al truculento caso GAL.

Entre sonoros abucheos y pitidos por parte de la tribuna socialista, las duras críticas del líder de Podemos no han caído en saco roto. Parece evidente que el malogrado acuerdo entre Pedro Sánchez y Albert Rivera ha sido orquestado desde las altas cúpulas socialistas para evitar que Pablo Iglesias acceda a todo poder político. No obstante, la referencia del irreverente líder izquierdista a la guerra sucia, tristemente célebre en los años 80, no ha hecho más que abrir una herida en el corazón socialista que aún no había terminado de cicatrizar.

Pero, ¿qué sabemos a ciencia cierta de los GAL? ¿Realmente se trató de un tipo de terrorismo de estado? ¿Fue un plan instigado desde las altas esferas del gobierno para acabar con la actividad armada de ETA? Muchos son los comentarios, rumores y verdades que se han vertido acerca de ello. No obstante, lo único cierto sobre este controvertido tema es que se trata de uno de los asuntos más escabrosos, inconclusos y turbios de la historia reciente de nuestro país. O como muchos acuñaron, la segunda parte de la Guerra Civil.

A fin de contextualizar, después de la llegada de Felipe González al poder en 1982, ETA continuó convirtiendo las calles en un reguero de sangre. A sus víctimas, principalmente militares, policías y guardias civiles, pronto se sumaría un elevado número de personas civiles, con el objetivo de lograr la independencia del País Vasco. La dialéctica abertzale, básicamente compuesta de granada y metralla, asolaría las calles de España, dotando a la recién estrenada democracia de un halo de crispación y horror a partes iguales. De hecho, en 1980 el número de asesinados por parte de la organización terrorista alcanzaría la titánica cantidad de 93 muertos. Un Estado de Derecho, que había eclosionado tras más de 40 años de letargo, tendría que lidiar contra dos lacras de opuesto símbolo político que harían tambalear sus cimientos. 

Dicho esto, los GAL (Grupos Antiterroristas de Liberación) aparecieron en 1983 y comenzaron a practicar lo que se denominó guerra sucia. En esencia, se trataba de comandos parapoliciales, principalmente compuestos por agentes corruptos, el Batallón Vasco-Español, la Triple A, ATE (Anti Terrorismo ETA), la extrema derecha, sicarios, mercenarios y altos mandos policiales de la vieja guardia. Perpetraron crímenes contra etarras, concejales de Batasuna y simpatizantes del entorno abertzale. Sus víctimas eran secuestradas, torturadas y enterradas en cal viva.

Paralelamente, los rumores acerca de que los GAL eran una forma de terrorismo de Estado empezaron a recorrer todo el país, mientras los etarras eran considerados refugiados políticos en Francia y no eran castigados allí ni serían extraditados a España si no cometían atentados. Lugares limítrofes como Hendaya, Bayona y San Juan de Luz constituyeron fortines estratégicos donde los miembros de la organización terrorista vasca eran considerados refugiados políticos. Los GAL mataron a unas 30 personas, muchas de ellas sin relación alguna con ETA. En relación a ello, acaparó bastante revuelo mediático el caso de Segundo Marey, un ciudadano vasco-francés, trabajador de una cooperativa perteneciente a ETA, aunque ajeno a dicho ambiente terrorista. Marey, de 51 años, era hijo de un exiliado socialista francés y fue secuestrado y torturado por los GAL, por confusión al ser confundido con un etarra al que pretendían secuestrar.

Ni que decir tiene que la ingente mayoría de los ideólogos de los GAL eran dirigentes policiales procedentes del franquismo. Tras la victoria de los reformistas en detrimento de los rupturistas en la Transición, el cuerpo de policías franquistas fue reciclado, lo que derivó en una democratización mimetizada de los cuerpos de seguridad y fuerzas del Estado. Mandatarios como el inspector José Amedo serían uno de los principales artífices de los GAL. Otros destacados miembros de la Brigada Político Social, lo que básicamente era la Gestapo de Franco, camparon a sus anchas para tomarse la justicia por su mano, sirviéndose de dinero público y privando a la Constitución de toda legitimidad política y jurídica.

Los GAL constituyeron la institucionalización de numerosos colectivos armados cuya principal tarea era erradicar a miembros de ETA en los años posteriores a la muerte de Franco. José Miguel Argala, uno de los eterras involucrados en el asesinato del almirante Luis Carrero Blanco en 1973, sucesor natural del dictador, sería asesinado en Anglet por el Batallón Vasco Español el 21 de diciembre de 1978, cinco años y un día después de que el presidente del gobierno saltara por los aires. Posteriormente, dicha banda parapolicial, aunada con demás sicarios independientes, pasaría a denominarse GAL. Sería el primer crimen reivindicado por el terrorismo de estado en un reguero de sangre que se prolongaría durante los años 80.

Pocos periodistas se atrevieron a investigar a los GAL y los que lo hicieron llegaron prácticamente a las cloacas del Estado. Las comparaciones con el famoso Watergate, que acabaría con la dimisión del presidente de Estados Unidos, Richard Nixon en 1974 por escuchas ilegales al partido demócrata, no se hicieron esperar. Las analogías entre ambos casos serían más que evidentes. En tanto que el caso norteamericano supondría la piedra angular del periodismo de investigación, en el caso español, las trabas impuestas incluso desde estratos políticos superiores al Gobierno impidieron que la verdad saliera a la luz antes. Otros, en cambio, afirmarían que todo el asunto era un invento de la oligarquía vasca y de los grandes empresarios euskeras para eliminar a ETA, quienes personificaban su principal facción enfrentada. Sería el periódico El Mundo y Diario 16 quienes finalmente destaparían toda la verdad acerca de los GAL en 1987, al publicar datos acerca de su formación, financiación y principales responsables. Irónicamente, este movimiento relacionado con la extrema derecha fue financiado por las autoridades del PSOE, un partido teóricamente de izquierdas.

Finalmente, el ministro de Interior socialista José Barrionuevo y Rafael Vera, secretario de Estado para la Seguridad del Gobierno de España, serían condenados ya en los años 90. La implicación del ministro de Defensa, Narcís Serra, y la del presidente del gobierno, Felipe González, jamás sería demostrada legalmente dentro del entramado del sórdido caso GAL. Serra dejaría la cartera del Ministerio de Defensa para pasar a la vicepresidencia del Gobierno en 1991. El ministro socialista Barrionuevo sería condenado en 1998 a diez años de prisión y a doce de inhabilitación politica por el secuestro de Segundo Marey, además de malversación de caudales públicos. Dicha condena sería indultada parcialmente por el gobierno de José María Aznar. Toda esta trama de corrupción política afectaría significativamente al ejecutivo de Felipe González, que perdería las elecciones generales de 1996. Barrionuevo no cumpliría ni un tercio de su pena privativa de libertad. Así se gestó todo el entramado de los GAL, uno de los episodios más vergonzosos y menos conocidos de la historia moderna de nuestro país.