29 de julio de 2015

Playa del Alamillo: la playa de Sevilla


En términos históricos, culturales y arquitectónicos, Sevilla es la ciudad más bella e importante del sur de Europa. Con el perdón de Barcelona, Madrid o Lisboa, que pueden tener méritos políticos, históricos, culturales o económicos, ninguna ciudad del sur de Europa puede exhibir los galardones que posee Sevilla en arte, tradición, historia, cultura y belleza arquitectónica. Sin embargo, a esta ciudad le falta algo importante, le falta una playa.

Sí, sólo eso, a Sevilla sólo le falta una playa. Y no es una locura pensar que Sevilla pueda tener una playa propia. Hoy pocos lo saben, pero hasta los años 50 Sevilla tuvo una playa fluvial ubicada donde hoy se erige el Puente del Centenario. En aquella época, la corriente de agua que cruzaba la ciudad, era el verdadero río Guadalquivir y no el brazo muerto, de agua semiestancada, que contemplamos en la actualidad. Bañarse en las aguas limpias del Guadalquivir en verano, era un regalo divino para los sevillanos de esa época que aún veían muy distantes las playas de Huelva y de Cádiz.

Actualmente existen decenas de playas interiores en España. Ríos, pantanos, embalses y lagos se han convertido en sustitutos a las playas de mar y han conseguido excelentes resultados. Incluso la pequeña San Nicolás del Puerto, tiene una playa fluvial al servicio de sus vecinos. Y yo me pregunto ¿por qué la ciudad de Sevilla no puede tener una playa propia? La respuesta es sencilla: no hay razón para que no la tenga.

No se habla aquí de una obra faraónica al estilo de los jeques árabes que costase miles de millones al contribuyente, más bien se trataría de una obra simple y austera que sin embargo sería el mayor regalo que un Alcalde podría darle a nuestra acalorada ciudad.

Y hay un lugar ideal para colocar nuestra playa sevillana, es el Parque del Alamillo. La playa de Sevilla iría desde el Puente del Alamillo hasta el fin de la dársena del Guadalquivir, siguiendo su ribera izquierda hasta el final del camino viejo de la Algaba, serían unos 1.200 metros de playa. Se trataría de una gran piscina artificial de agua limpia, con olas, arena y chiringuitos.

El proceso de construcción sería simple. Habría que levantar un muro sobre el lecho de la dársena del río Guadalquivir, debajo del puente del Alamillo, con un desagüe hacia el brazo muerto. Un dique que separaría las aguas limpias de la piscina, de las aguas contaminadas de la dársena. Sería un dique pequeño comparado con los enormes y kilométricos diques holandeses. Luego, el lecho de nuestra playa debería secado, limpiado y cementado en su ribera izquierda sobre la cual se verterían toneladas de arena.

Esta gran piscina se llenaría con las aguas del cercano río Guadalquivir, que tendrían que pasar por un tratamiento físico, químico y biológico para tener un agua depurada, limpia y transparente. Incluso se pueden instalar generadores de olas en la ribera derecha de la playa de Sevilla.

Los costos serían mínimos comparados con los beneficios para la ciudad. El turismo se vería incrementado considerablemente en verano, y los sevillanos podrían disfrutar de una playa a la que podrían llegar caminando o en un trencito desde Triana. ¿Qué más se puede pedir?

Existen playas fluviales o artificiales en muchos lugares del mundo, pero no existe lugar más adecuado para tener una playa que la ciudad de Sevilla. No sé si el actual alcalde querrá hacer una obra así, tampoco sé si el siguiente lo hará, o si el siguiente del siguiente, pero algún día, un alcalde de nuestra ciudad se dará cuenta de lo fácil que sería construir una playa en Sevilla, y la construirá, y nos la regalará.

Y entonces, a esta ciudad hermosa, no le faltará nada más, absolutamente nada.

15 de julio de 2015

El píxel más especial del mundo


En 1990, la sonda espacial Voyager 1 llegó a Neptuno y alcanzó los confines del Sistema Solar con el fin de dilucidar el origen del cosmos. Adentrada en la inmensidad del espacio exterior, la Voyager apagó su cámara para ahorrar energía y continuar su travesía interestelar no sin antes voltear la cámara en sentido a la Tierra y realizar diferentes fotografías de los planetas del Sistema Solar. Por petición de Carl Sagan, la Voyager tomó dichas capturas de los planetas conocidos hasta la fecha a una distancia astronómica. Sin embargo, hubo una de todas esas fotos que haría historia.

Era la imagen más lejana jamás realizada de la Tierra a una distancia de 6.000 millones de kilómetros. En ella, el tamaño de la Tierra es algo inferior al de un píxel, dispersado por varios haces de luz que inciden sobre la lente de la cámara de la Voyager 1. Carl Sagan bautizaría esa telúrica fotografía como el pálido punto azul, un píxel diluido entre la infinidad del espacio exterior y capturado desde las regiones más impenetrables del Sistema Solar.

Pero se trataba de un píxel muy expecial. Un píxel en el que han vivido todas las personas que hemos conocido, las que no hemos conocido y todo aquel de quien hemos oído hablar. En esa imagen del tamaño de una mota de polvo viven o han vivido todos aquellos a quien hemos amado, odiado, deseado y a quien nos hubiera gustado no hacerlo nunca. Es en ese píxel donde hemos disfrutado, sufrido, logrado éxitos o cosechado fracasos. Un punto tomado a una distancia cuarenta veces mayor de la que separa la Tierra y el Sol donde han estado todos aquellos hombres y mujeres sobre los cuales se ha edificado la historia de nuestra civilización y donde hemos intentado convivir con mayor o menor éxito. 

Un pálido punto azul mimetizado en la infinidad del espacio exterior que podría pasar por una estrella cualquiera o incluso por una pequeña partícula incrustada en la lente de la cámara. Toda nuestra felicidad, el conjunto de nuestras tristezas, todo el amor existente, la exuberancia de los rincones más exóticos, los lugares más hostiles, cada conquistador que hizo correr ríos de sangre para impones su hegemonía, las culturas, ideologías, opiniones, creadores, destructores, héroes, villanos, todos los reyes, cada uno de los plebeyos y absolutamente todas las personas de la historia de la humanidad han vivido ahí. En ese diminuto píxel. Pero sobre todo se trata de un píxel que es nuestro único y verdadero hogar. Un píxel que nos recuerda lo absolutamente insignificantes que somos.