23 de enero de 2017

Por lo que fuimos


Existen imágenes que permanecen almacenadas en las áreas más impenetrables de nuestra mente, cuya esencia se torna inmarcesible pese a la erosión causada por los años, la experiencia y las decepciones. Nos estremecen con sus voraces garras y se enquistan en nuestro alma, por más que sean sepultadas en nuestras profundidades más abisales. Son vivencias, almacenadas en lo más hondo de nuestro ser, que, con la clandestinidad onírica que producen los sueños, afloran de vez en cuando para recordarnos alguna etapa de nuestra vida. La mayoría de ellas, volátiles y escurridizas, perpetran sensaciones de efectos destartalados que creíamos desconocidos y que nos hacen recordar quiénes fuimos alguna vez.

Puede que los fugaces fotogramas que sobrevivan al despertar mantengan un hilo de vida en forma de efímero recuerdo. Y si así fuere, mejor que sigan adormecidos en un duradero letargo hasta que la bóveda añil vuelva a apoderarse del firmamento. Igual será ahí cuando vuelva a surgir tu cada vez más arcana imagen asediada por los vetustos escombros de una fortificación que creímos inexpugnable y que nunca se alzaría, de astillas calcinadas de una antorcha que lució con cegador fulgor, de una tierra yerma y despoblada que jamás llegó a ser conquistada o de una aventura repleta de ingredientes inverosímiles que no tendría un final de película. Pensamos en lo que fuimos y ya nunca seremos; por los momentos que ya nunca más serán. Porque todos esos elementos merecen un brindis con fragancia de margarita deshojada cuyo eco se desvanece al unísono de nuestros caminos separándose para, quizás, encontrar otros destinos que encierren historias más dignas de ser contadas.

Porque ya no me acuerdo de lo que fuimos, Ni de lo que pudimos ser. Y tampoco de lo que una vez pensé que pudiéramos haber sido. Sólo recuerdos de un legado incalculable sin los que no se hubiera erigido ni una sola coma. Y palabras. Sobre todo, muchas palabras, algunas de ingrato revivir que eclipsaron a otras que el amor les otorgó el calificativo de inolvidable. O tal vez, puede que sí recuerde lo que fuimos: Recordarte con furia y felicidad, encontrarme alegre y afligido, estar satisfecho y rencoroso, evocar con una sonrisa un desengaño, invocar tu aroma con recelo, mostrarme altivo y débil, sufrir un vahído y reponerme con esmero, embriagarme con tu veneno mimetizado con disfraz de pócima mágica, descender a los cielos y ascender a los infiernos. Mantenerme erguido por orgullo, tambalearme por la soberbia, caer a merced de los reproches y levantarme por ti. Quedémonos con lo que fuimos, por el amor y por el desamor; por la nostalgia del pasado y por los besos que no besaste. Porque así fuimos o, tal vez, algo así hubiéramos llegado a ser. 

16 de enero de 2017

Un amor que te está esperando


En la vasta historia del cine, no han sido pocas las secuelas que han superado a las cintas originales. Títulos como El Padrino II, con más nominaciones y premios Óscar que su predecesora, es considerada la mejor entrega de la mítica trilogía de Francis Ford Coppola, basada en la novela homónima de Mario Puzo. Otros casos como Spiderman son diametralmente opuestos, siendo la segunda parte la más floja de la versión del intrépido superhéroe de Sam Raimi. Y todo ello según la crítica especializada. Pero, ¿es todo ello aplicable a la vida real? ¿Es posible volver a amar con la misma intensidad?

Cuando recuerdas a ese gran amor, todas las emociones ligadas a él tienden a asociarlo con El Padrino I. Aunque no la hayas visto. Su esencia es indescriptible; su guión, irrepetible; su elenco, inmenso y su banda sonora, imborrable. Ese recuerdo es tan único como especial y, aunque te gustaría evocar aquellos días con distinto protagonista e idéntico sentimiento, sabes que no es posible. Ni justo, dicho sea de paso. Guardas ese recuerdo con mimo, con la certeza de que todo ocurre por algo y que a las malas experiencias es mejor llamarlas constructivas. Por aquello de sentirse bien con uno mismo y tal.

Pero tampoco podemos quedarnos aferrados a El Padrino I dado que, pese a su magistral puesta en escena y legendarias actuaciones, el cine no termina ahí. Y aunque para deleitarse con El Padrino II, sea necesario haber disfrutado antes de la primera parte para comprenderla y valorarla, nuestra educación cinematográfica va a limitarse con creces si nos quedamos atrapados en la magnificencia de la original. Porque nos han inculcado desde tiempos inmemoriales aquello de encontrar al amor de nuestra vida y, tras haber sido golpeados con su arma de doble filo y hundidos con su cara menos amable, empezamos a pensar que ese amor de nuestra vida, tal vez, sea el que más agotados nos pilla. O tal vez, aquel que siempre nos ha estado esperando y que transforma las nefastas vivencias previas en aprendizaje.

Se trata de ese gran amor que sucede a otro gran amor, el que aterriza en nuestras vidas para propinarle un puntapié a todo lo anterior, al que observamos desde la perspectiva de la madurez, el que mitigará nuestra desdicha y que nos hace recordar que el destino nos tiene reservada una nueva oportunidad para ser felices. Un amor en forma de cóctel gourmet que, con ingredientes más suculentos que el primero, eliminará la toxicidad de aquello que nos oprimió con sus tenebrosos efectos para aportarle ese condimento de bienestar que necesitamos. También es ese amor que refrenará ese ritmo turbulento en una apacible travesía, el que convertirá la decepción en ilusión; la melancolía en sonrisas y el recuerdo en futuro.

Ajenos al indomable alud de sensaciones que se nos avecinan, estamos de par en par ante ese nuevo amor, que adopta la forma de la calma tras la tormenta, que nos hace entregarnos sin remisión con más confianza y menos cobardía que al anterior y el que hace que el remake nos haga olvidar al original. Una nueva historia, con más causalidad que casualidad, que resquebrajará esa hermética armadura en la que se refugió nuestro corazón para blindarse de historias que no merecen ser revividas. Será también el que nos enseñará que se puede volver a sentir algo aún mayor y el que transformará la memoria en una nebulosa lejana e inextricable. Y por supuesto, es un amor que merece todo el respeto del mundo, porque no ser el primero no significa perder la exclusividad, ni las ganas de embarcarse en una nueva aventura, quizá, hacia un horizonte más esperanzador.

@joseangelrios92