4 de noviembre de 2016

Ya no dueles


Hubo un tiempo en que creí que ya nada sería igual, que el mundo tal y como lo había conocido se había desvanecido por completo y que mi existencia había quedado confinada en una celda de escasos metros cuadrados con efímeras esperanzas de salir airosa en libertad. Eran otros tiempos. Tiempos donde aún no había emergido de mis cenizas ni eclosionado de una crisálida en la que me resguardé para mantenerme a salvo de tu recuerdo. Tiempos en los que todavía no existía ni en mis fantasías más salvajes, donde vagaba por sendos desangelados sin otear una luz de neón, alentadora y titilante a partes iguales, en el horizonte y, en suma, tiempos donde aún no había nacido. O mejor dicho, renacido.

Pero ya no dueles. Hubo una vez que sí, pero eso ya forma parte del pasado. Como tú, supongo. El tiempo se convirtió en el remiendo más eficaz y tu ausencia en el antídoto que una vez creí veneno. Doliste y mucho, como una estocada de un estilete con complejo de bisturí asestada con la misma falta de compasión que una vez confundí con los designios de la pasión. Porque ya tu recuerdo se disipó, tu esencia se volatilizó y el eco perpetrado por tu voz se disolvió en la inmensidad del pasado. Igual que tu imagen, que se esfumó, como la llama de una hoguera recién rociada con un gélido aguacero. Tu memoria desapareció aunque en su día me impulsara para cambiar. Y para siempre evolucionar. 

Ya no dueles y nunca más dolerás. Eso te lo puedo asegurar. Te olvidé y nunca más te volveré a recordar. El epílogo de nuestra historia escrito está, para la posteridad y cerrado bajo llave, presurizado de donde nunca deberá escapar. Incluso por los lugares donde fuimos felices ya me atrevo a pasar, con la esperanza, quizás, de que otros buenos recuerdos puedan albergar. Y tu recuerdo bien encerrado está, cuidado con mimo como ese juguete de la infancia que tanto quise pero con el que ya no quiero jugar. Sin esperanzas, además, de que de una ranura para escapar pueda vislumbrar. Ahí, bien encerradito está.

¿Te he dicho que ya no dueles? Que lo mismo, se me ha olvidado. Lo que un día me hirió como un camión cisterna de doscientas toneladas derrapando sobre mi cogote se convirtió en el zumbido de un mosquito que, tras una mirada de condescendencia, pronto pierde las ganas de revolotear. Porque sin ínfulas de recordar y tras haber pasado página después de mil veces volver a hojear, ahora sí, me puedo permitir la deferencia de que ya no dueles, que ese privilegio hace tiempo que dejaste escapar y que, por supuesto, ya nunca más lo harás.

@joseangelrios92

2 de noviembre de 2016

El ente que mora debajo de tu cama


Aquella era su primera noche en la casa nueva, Sara tenía nueve años y nunca había tenido miedo a nada, sin embargo, su nueva habitación era mucho más grande y vetusta que la antigua y eso le producía una extraña sensación de desasosiego y perturbación por lo que decidió dejar una lámpara encendida antes de dormir.

La niña se acurrucó junto a su osito Teddy y pronto adormeció profundamente. En su sueño, Sara paseaba nerviosamente por las montañas, bordeando enormes precipicios cuando de pronto, detrás de ella surgió una criatura demoníaca con ojos rojos de fuego y largos y delgados brazos que terminaban en uñas deformes y repugnantes. El extraño ser se acercó hacia ella y con furia, la empujó hacia el vació.

Sara despertó aterrada pero su espanto fue mayor al darse cuenta que la luz del dormitorio estaba apagada y que se encontraba a oscuras, apenas una tenue luz proveniente de la farola de la calle dibujaba formas grotescas y aterradoras en la habitación. La niña se abrazó a su osito de peluche y se cubrió con las mantas completamente, pensaba que de esta forma estaría protegida de todo mal. Pero Sara era una niña valiente y tras recuperar la calma llegó a la conclusión de que todo era fruto de su imaginación, probablemente su madre habría apagado la lámpara y ella decidió encenderla nuevamente, volverse a dormir y olvidar su extraña pesadilla.

Con resquemor, se levantó de la cama y se dirigió hacia la mesita que estaba a dos metros de distancia. Cuando encendió la luz, se sintió más aliviada pero cuando volvía a acostarse, repentinamente, sobresalieron por debajo de la cama unos largos brazos espeluznantes que tiraron de los pies de la niña tratando de llevarla hacia un agujero debajo de la cama. Sara se sujetó de una de las patas del camastro mientras gritaba pidiendo ayuda. Los padres aparecieron rápidamente, encendieron todas las luces y calmaron a su hija, le mostraron que no había nada debajo de la cama, que todo había sido una pesadilla, pero la niña sabía bien que lo que había sentido era real. Al ver el estado de alteración en el que estaba, los padres permitieron a la hija dormir con ellos esa noche, pero el miedo se apoderó de la pequeña que fue incapaz de conciliar el sueño hasta el amanecer. “Hay un monstruo debajo de mi cama”, insistía a sus padres, quienes muy racionales trataban de explicarle que todo era fruto de su imaginación. Sin embargo, ante la insistencia de la niña, la madre prometió pasar la siguiente noche junto a ella para que pudiera darse cuenta que no había nada que temer.

Al anochecer, Sara estaba acostada abrazada a su madre, pero era incapaz de dormir. En un determinado momento la madre se levantó de la cama, al ver que la hija estaba despierta le dijo “voy al baño, ya vuelvo”. “Voy contigo”, le respondió la niña. Cuando Sara puso ambos pies en el suelo, los dos largos brazos demoníacos cogieron los pies de la niña y tiraron de ellos hacia debajo de la cama. La madre al escuchar los gritos fue ayudarla y la sujetó impidiendo que desapareciera por un agujero oscuro que había surgido debajo de la cama. Entonces asomó de allí una figura gris y monstruosa, que le gritó “niña, siempre viviré debajo de tu cama y cuando te levantes por la noche, te llevaré conmigo al infierno”. El padre apareció a tiempo para ver como ese demonio se desvanecía por debajo de esa cama.

Los cuatro años siguientes fueron una pesadilla para Sara y sus padres. Intentaron de todo, fueron bendecidos por un sacerdote y por un chamán, se mudaron de casa pero aquel ser infernal insistía en aparecer debajo de la cama de la niña. Sara desarrolló una cierta tolerancia ante la existencia de ese ente, jamás se levantaba por las noches pero forjó el propósito de investigar y encontrar la forma de destruir a ese demonio.

Un día, en la Biblioteca Nacional descubrió un libro olvidado de comienzos del siglo XIX, se titulaba “El ente que mora debajo de tu cama” de un tal Douglas McDermott quien narraba su experiencia con un ser infernal que lo persiguió durante toda su niñez. Contaba el autor que ese ser había sido atraído por su miedo y que una vez liberado, la única forma de vencerlo y de devolverlo al infierno era reflejar su figura en un espejo. Finalmente, la niña pareció encontrar una salida y decidió seguir las indicaciones del libro.

Compró un largo espejo y lo posicionó echado en el suelo, muy cerca de su cama. Cuando la oscuridad comenzó a tomar cuenta de la habitación, Sara dio un salto hacia la parte trasera del espejo. Al sentir los pasos de la niña, el ente comenzó a emerger pero de pronto se vio reflejado en el espejo y su propia figura lo estremeció. Y es que recordó que cuando estaba vivo en nuestro mundo había sido un hombre atractivo, exitoso pero malvado y descubrió que ahora se había transformado en un ser monstruo y esa visión, lo horrorizó.

“¡Vuelve a tu infierno, hijo del demonio!”, gritó Sara con todas sus fuerzas, luego de cual el ente desapareció completamente y al instante comenzó a respirarse un aire de paz y tranquilidad en la habitación. Esa noche, la niña pidió que sus padres le construyeran una tarima de cemento debajo de su cama. Nunca más volvió a aparecer ese demonio y nunca más habría un agujero por donde pudiera emerger por debajo de su cama.