31 de octubre de 2016

Lejos, bien lejos


Porque si te vas, yo también me voy. Jamás pensé que fuera a comenzar un artículo con semejante frase. Se ve que hay una primera vez para todo. Qué le vamos a hacer. Ya que le dan el Nobel de Literatura a Bob Dylan, como si empiezo con un siempre original y para nada trillado «Había una vez...». Pero volviendo a la cuestión central, escuché una vez una frase que, más allá de su sonoridad y los retazos de frase de cuenta de Twitter que desprendía, caló en mí de una forma en que sólo lo han hecho aforismos tales como «Tenemos que hablar» o «Se está rifando una hostia»: «Quien se va cuando no lo echan, vuelve cuando le da la gana».

O algo así. Porque si te vas cuando no has sido echado, nadie te impide volver sin ser llamado. Que sí, que la frase mola más que un Chevy Nova de 1974 con vinilos flamígeros e incluso varios Likes en Facebook te puedes llevar si lo pones de estado o de título en una sugerente foto, de esas impregnadas en una filosofía oriental que delatan tus morritos. ¿Pero tan obvio es? Pues incluso menos que aquello de «Quien más te quiere, te hará llorar». Falso, falaz, incierto, banal, engañoso, ilusorio, fraudulento y todos esos adjetivos que básicamente lo mismo vienen a significar. Porque no nos vamos a engañar. Quien te quiere no te hace llorar: te cuida, te protege, te busca, te ama, te llama, da las gracias cada día por tenerte a su lado y, por supuesto, te hace de todo menos llorar.

Es totalmente estúpido. Casi tanto como lo de «Querer que seas feliz aunque no sea a mi lado» o «No te merezco». Escusas, pretextos, cortinas de humo y, en suma, gilipolleces. Los eufemismos son los catalizadores que lo políticamente correcto aplica a la sinceridad. Quien te quiere no te deja marchar y, si te largas, hará lo posible por verte regresar. Como el turrón por Navidad, la siempre temida vuelta escolar o el pasado que un día te hizo zozobrar. Y si te fuiste y no hizo nada por retenerte, te alegrarás. Créeme que ese día llegará. Si tu tiempo no has de valorar, nadie más lo hará. Por eso, mantente lejos, erige un océano de distancia entre nosotros, escóndete agazapada entre la maleza y ni en recuerdos te vuelvas a acercar. Porque si la memoria más próxima a mí te hace estar, igual en una balsa de amnesia mereces navegar.

O lo mismo, no te querían tanto como te decían, porque si tu ausencia no le sirvió para reflexionar, es que a tu presencia hizo de todo menos apreciar. Y si sigues ahí, superando los límites que la dignidad impone al amor, cediéndole tu cabeza al verdugo para que le aseste un hachazo a los designios de tu corazón, dejaste de ser víctima para convertirte en copartícipe. Porque no te conformes con un «Ya te aviso yo si eso» o «A ver si un diíta nos vemos» —sin saber la diferencia exacta entre día y diíta, pero bueno—. Así que lárgate, quédate ahí dónde estás, bien a gusto. Pero sentada, por aquello de no cansarte de pie esperando. Y sírvete la copa de mi indiferencia, porque a veces es mejor ponerse en peligro, dejando oscilar como un péndulo tu integridad emocional e incluso sentirte desalentado por no haber conseguido lo que te habías propuesto para salir reforzado del batacazo, liberado de tus grilletes y, con la boca bien grande y tu conciencia a salvo, decir: «Que te den, aquí me bajo y que te vaya bonito».

@joseangelrios92

17 de octubre de 2016

Personas


Exacto, personas. Así, en general, tirando la casa por la ventana. Un concepto que engloba mucho, pero no por ello resulta inabarcable para un artículo, escrito, reflexión o el epíteto que creas que merecen estas líneas. Lo dejo a tu libre elección. Casi tanto como tu criterio para clasificarte en según qué categoría quieras estar o a la que jamás desearías pertenecer. O si lo prefieres, para catalogarme a mí. Que ya puestos, nunca está de más recibir un poco de tu propia medicina. No te cortes. Que lo mismo, a la larga te lo agradezco.

Porque están esas personas que, conociéndolas mucho, dicen más bien poco y otras que, sin saber demasiado de ellas, lo dicen todo. Y en muchas ocasiones, lo hacen sin abrir la boca. Su mera presencia resulta más reveladora que el manual de psicología clínica más sofisticado o, si eres muy exigente, de libro de autoayuda. Que pagar por consejos de vendemotos gurús que, desde su opulenta mansión de Beverly Hills, se permiten el lujo de decirnos cómo debemos actuar, pensar y sentir nunca está de más. Críticas aparte, se trata de esas personas quienes la confianza que otorgan los años no les han proporcionado ese preciado ingrediente imprescindible en cualquier relación: la empatía. O esas otras cuya aura negativa se percibe incluso antes del primer apretón de manos. Si es que te lo dan.

Luego están los que, pese a no caer mal, no podemos evitar esbozar un suspiro de alivio cuando se marchan. Son los que nos asedian con su pesimismo, quienes se empeñaron en mantenerse confinados en la oscuridad, aunque el sol más radiante se cerniera sobre ellos. Porque con ellos la célebre frase «Tú siempre negativo, nunca positivo», adquirió una nueva dimensión. Denominados tóxicos, su veneno una vez inoculado puede soterrar cualquier atisbo de optimismo y el antídoto más eficaz para ellos es la distancia. Y por otro lado, los que encontraron cualquier resquicio de luz entre la penumbra más insondable. Mejor dejarse embelesar por los segundos que sentirnos arrastrados por los primeros. 

Cómo olvidar a aquellas personas que, sin estar, nunca desaparecerán. Y también a esas otras que, estando, desaparecieron hace mucho. Esos que nunca conociste y aquellos que jamás se dejaron conocer. Quienes pasaron y su recuerdo quedó erosionado por el paso del tiempo y los que se esforzaron precisamente por que el tiempo no sepultara la amistad, los que nos recuerdan a seres importantes y los que idealizamos creyendo que serán como ellos. Los que fueron condecorados de conocido a amigo y los que, valiéndose de la traición servida con vajilla con ribetes plateados y cinco tenedores, bajaron el rango de amigo y conocido, dejándose por el camino ese dorado galón llamado confianza.

Y qué más da cómo conociste a esa persona, si vuestra amistad fue forjada durante la infancia, a través del amigo del primo de la hermana del novio de otro amigo, por redes sociales o en la barra de un garito, con la siempre original y para nada manida frase «¿Estudias o trabajas?», cubata en mano, obviamente. O si no has vivido en un búnker en los últimos dieciocho años y conoces ese innovador invento llamado internet, siempre puedes usar frases más actuales del tipo: ¿Tienes Facebook, WhatsApp, Twitter o Instagram? Con el cubata y todo también. O Tuenti, si eres de los nostálgicos, aunque a eso ya le ocurriera igual que a Pokémon Go: ambos pasaron a la historia. Por suerte, dicho sea de paso. Porque si aún no lo sabes, el medio sí justifica el fin, cuando se trata de esas personas que, surgiendo de la nada, se convertirán en todo.

O quienes nos evocan épocas que creíamos olvidadas y nos transportan a etapas de nuestra vida que creíamos sumergidas en la parte más inaccesible de nuestro inconsciente. Y ocurre sin darnos cuenta. Es algo que en psicología recibe el nombre de regresión asociativa. De repente, nuestra mente retrocede hacia momentos que parecían impenetrables, pero siguen en lo más profundo de nuestra mente, esperando que alguien avive la llama de su recuerdo. Y por último pero no menos importante, también están esas otras personas que escriben artículos describiendo los tipos de personas, esas para las que aún no se ha creado una categoría apropiada. O tal vez, sí.