Cierras los ojos. Aunque parezca raro, estás sólo en casa por primera vez en mucho tiempo. Has creado una paz imperturbable que ni la brisa acariciando las hojas de los árboles puede romper. Incluso al ser invadido por la penumbra, rezuma un aroma de procedencia desconocida que se encarga de establecer las sinapsis apropiadas para que se decodifiquen esos recuerdos que creías olvidados y desvencijados por el paso del tiempo. Algunos más que otros, a decir verdad. Rememoras detalles baladíes e insignificantes sepultados por años, como el color de uñas que usaba tu profesora de párvulos o el arco que delimitaba su cutícula al milímetro, pero eres incapaz de recordar qué cenaste la noche anterior o quién marcó en la última jornada.
Inmerso en tu viaje a las áreas más insondables de tu memoria, llegas a ese recuerdo edificado sobre los sólidos pilares de tu corazón, donde se ha erigido como un fortín inexpugnable que impide que ese preciado tesoro llamado recuerdo se disipe de forma fugaz. Es como si, por unos instantes, el hipotálamo, el hipocampo, el cerebelo, la amígdala, los ganglios basales y otros tecnicismos que he encontrado en Wikipedia, se mudaran al auténtico lugar donde residen los recuerdos: el corazón. Un recuerdo que, azotado por el tiempo y con la erosión de todas las emociones asociadas a él, sigue latente como el primer día. Luego vuelves a la realidad. Y más tarde retornas al lugar donde se escenificó aquella película que ha adoptado tintes oníricos, que se proyecta en bucle sobre tu pensamiento. Y en ese preciso momento te das cuenta de que nada es como recordabas.
Decía el escritor Thomas Wolfe que somos el resultado de la suma de todos los recuerdos de nuestra vida. Otros como Albert Einstein, con menos romanticismo, afirmaban que «La memoria es la inteligencia de los tontos». Y algo de razón debía tener el célebre físico alemán. Recuerdas que las paredes no eran blancas, sino verdes; que la cerveza no era negra, sino rubia, que de fondo no se oía música soul de Barry White sino el alboroto de un partido de fútbol. Y es que nuestra memoria nos engaña, juega con nosotros, minimiza los vacíos, le otorga preponderancia a los mejores momentos y colorea las zonas en blanco dándoles el tono que le gustaría haber adquirido. Aunque, pese a su cuestionable capacidad de retención, hay un recuerdo que sí permanece intacto: cada milímetro de esa sonrisa enmarcada en unos no menos sugerentes labios.
Confiésalo. Habías asumido ese recuerdo como propio, lo dabas por hecho hasta tal punto que creías haberlo vivido y vivías pensando que sí lo habías hecho. Será que la memoria no es el registro más fiable que se pueda concebir, pero qué le vamos a hacer. Así es y rige nuestra vida de una forma de la que ni la más sofisticada hemeroteca digital pueda presumir. La historia es una alucinación consensuada, dado que crea el recuerdo y se convierte en él. Varía con sus relatores, pasa por el filtro de sus oyentes y es interpretada como nadie la contó. O sea, mentiras. Una gran sarta de mentiras, falsedades e imprecisiones narradas de unos que no las vivieron hacia otros que tampoco las vivieron sobre alguien a quien nadie conoció. Y para qué bucear en ellas. Desprender a nuestros recuerdos de su esencia mágica e indescifrable los convertiría en simples autopsias mentales. Recreémonos en mentiras vagas y maleables, mentiras al fin y al cabo, pero mentiras que encierran grandes verdades.
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