Uno de los mitos fundacionales de nuestra cultura sitúa al siete como el número de la buena suerte. Envuelto bajo un halo de misterio desde la más insondable Antigüedad, siempre se le ha conferido unas cualidades mágicas. Armonía y magnificencia encuentran un denominador común en el siete, cifra áurea sin ser redonda. Pitágoras le atribuía el siempre anhelado galardón de número perfecto, es mencionado con frecuencia en la Biblia, David Fincher lo inmortalizó en 1995 en la gran pantalla, también son siete los pecados capitales, el número de las maravillas del mundo, la consonancia de las siete notas musicales y el conjunto de las siete artes.
Porque siete son los meses mínimos que un ser humano necesita para gestarse, la edad en la que la ilusión aún no nos ha abandonado, víctima de la estocada asestada por la madurez, y las bodas de lana de una pareja que no ha sucumbido ante los perniciosos efectos de una cláusula suelo. El siete representa la casualidad más perfecta y la perfección más casual, el conjunto de circunstancias que nos llevan a tomar una decisión y no otra, una llamada que puede cambiar con creces el curso de nuestra existencia, el quedarnos acostados sin saber que la vida nos puede sorprender con un cambio de guión diametral tan sólo con cruzar el umbral de la puerta. A final de eso se trata: de acertar y errar, de tomar un tren y no otro. Y hacerlo todo el rato. Sin darnos cuenta, no somos más que el conjunto de nuestros éxitos y fracasos.
Así es el siete, azaroso y caprichoso como el destino, rezagado en la retaguardia con la sana intención de obsequiarnos con todo aquello que nunca se nos debió de haber arrebatado. Y no entiende de invitaciones, dado que nunca fue echado, volverá sin ser llamado. Porque nunca nos terminó de abandonar, aunque a veces pensemos que se fue por tabaco y nunca volvió. Sólo estaba de parranda y regresará, aunque sólo sea para tener una alcoba en la que descansar la mona. Escurridizo e intangible, siempre ha estado presente, pero como los buenos chupitos, ganan con la brevedad. Y el siete es plenamente consciente de ello.
Las casualidades son como siete cajas sin tapa con un agujero en la base. Y el destino no es más que la bolita que puede pasar de una a otra, sorteando los obstáculos y llegando abajo como una canasta limpia. La vida consiste en aprender a mover cada vez con más presteza esas bolitas para que puedan encontrar por dónde salir. En ocasiones, se queda atrancada en una de las cajas y no ve un hueco por el que escapar, pero saldrá, aunque le cuesta sangre, sudor y lágrimas, habiendo aprendido por el camino una lección incalculable; algunas, se quedará perdida en el limbo; y otras, se perderá en la primera. Otras veces, simplemente, tenemos mejor suerte.
Y es que el siete nunca nos ha dejado, eso tenlo claro. Incluso cuando pensaste que lo había hecho, ahí estaba confinado entre bastidores. Puede que nosotros no, pero sí ha reparado en saber que estamos ahí. Todos tenemos un siete que aflorará a la superficie en el momento menos pensado, para irradiarnos con toda su luz y emoción como un gol en la prórroga. Si aún no lo has identificado, toca armarse de paciencia y esperar a que aparezca, u observar con más atención, por si está más cerca de lo que creías. El siete es como lo más maravilloso de la vida, aparece sin ser buscado para emprender junto a nosotros la más mágica travesía que podamos concebir y enseñarnos a valorar cada momento lo que aún conservamos y a renunciar a lo que nunca lograremos.
@joseangelrios92
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