No recuerdo con precisión el tiempo exacto. Ni falta que hace. Para qué, si ese lapso no va a hacer variar ni una de las comas que se sucedan a continuación. En cuanto al sitio, a decir verdad, continúa manteniendo su idiosincrasia, consciente del aluvión de historias encerradas en él. Hacía frío, demasiado para el mes de abril. Frío del que se siente por fuera y del otro, del que también se siente, pero por dentro. Menos mal que me abrochaste las mangas de la camisa un ratito antes. Llámame esclavo de las apariencias, pero había que ponerse guapo para la despedida, que la ocasión lo merecía. Quizás en ese momento no lo hubiéramos percibido así, pero estábamos ante nuestro último adiós. Un adiós en forma de hasta luego, precedido por una noche sin parangón, de esas a la que la historia le otorga el calificativo de inolvidable, pero un adiós al fin y al cabo.
Puede que no tuviera la forma ni el presupuesto de la película más taquillera. Ni que mi papel lo interpretara Leonardo DiCaprio —no daba el perfil, obviamente—, ni aquello, pese a ser un enclave idílico, fuera un set de rodaje; tampoco las personas que nos rodeaban respondieran al nombre de figurantes más un número, ni el umbral de la estación por el que tu figura se desvaneció para siempre fuera simple atrezzo. Y es que así nos han vendido las despedidas, como situaciones encorsetadas y repletas de dramatismo para las que hay que equiparse con doscientas toneladas de clínex. O algunas más, fijo. Tal vez sí en el mundo de los conceptos, pero no es lo que suele ocurrir en la vida real. Porque no estar preparado para una despedida, de las de película, no nos hace inmune a sus lacrimógenos efectos.
Ese fue nuestro último adiós; no el virtual, pero sí el real. Y no lo pareció. Jamás tuvo la forma de una despedida, el reproche de una ruptura o el dolor de un distanciamiento. Ni tampoco lo rubricó un «Nunca te olvidaré» y, por extraño que parezca, tampoco un «Te echaré de menos». Asumiría el rol de adiós un «Avísame cuando llegues» o «Te veo pronto». Tal vez, fuimos fríos en la formas, quizás en la ignorancia del epílogo en el que nos encontrábamos inmersos, de que nunca más nos veríamos o que pasaría más tiempo del que escapa a la memoria. Quizás ese es el carácter desangelado de la modernidad, que desprovee de su esencia más inherente a las cosas. De ser así, algo bueno tendrán que tener los nuevos tiempos. Vamos, digo yo.
Contigo aprendí que decir adiós es crecer. Aunque nunca te lo dijera a la cara. Y mejor conservar un recuerdo que deteriorarlo en una agonía que convirtiera un final triste en un final malo. Han pasado muchas cosas desde que tu contorno se perdió en la inmensidad de aquellas escaleras mecánicas, bajando para siempre el telón de nuestra historia. Ese mismo telón que, bordado en terciopelo y con su embriagador tacto, una vez brilló, como nosotros, a la espera de que esa vorágine de modernidad nos succionara sin remisión. Porque me despedí de ti sin decirte adiós y, ahora que lo pienso, igual fue lo mejor.
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