Llegan los exámenes y, con ellos, las noches en vela viendo vídeos en YouTube estudiando, las ingentes dosis de cafés, bebidas energéticas, aún más tila para compensarla y los madrugones. Esa época mágica en la que el despertador pasa a ser la aplicación que más usas y que cosas que nunca han llamado tu atención, como el vuelo de una mosca, de repente cobran una una importancia e interés atroces que sólo volverán en la siguiente tanda que más te vale que no sea en septiembre. Te distraes con todo, incluso con los capítulos de Cuéntame en Clan por las noches. Porque los exámenes han inoculado en nosotros más sueño que el Valium. Como si la morriña que no hemos tenido todo el año mientras estábamos de fiesta estudiábamos arduamente se instalara en nosotros sin la compasión de dejarnos aprobar.
Sin darte cuenta, los tienes a la vuelta de la esquina. Y en un ejercicio de autoengaño personal, decides estudiar estas Navidades. «No he hecho nada más que recogerme a las siete de la mañana, pero ahora me pongo sí o sí» confiesas en una intentona a la desesperada por ponerte al día. Porque claro que en Navidad estudias, pero la etiqueta del polvorón y la gradación etílica de la botella de cava o del lote que te vas a beber en Nochevieja. Luego llega enero con su temida cuesta y lo primero que intentas disimular, aparte de tus ojeras de resaca, es que no has dado un palo al agua en todas las vacaciones. Dicen que «Mal de todos, consuelo de tontos», así que como de eso eres un rato, le preguntas a tus compañeros: «¿Has estudiado algo? Yo me lo he leído un poco» —así para restarte culpabilidad y sentirte un poco mejor contigo mismo—. Y un frenesí de alivio y paz interior te sacude cuando te dicen: «Yo en verdad tampoco».
Así las cosas, llega el día del examen cuando tan sólo ayer parecía Nochebuena. Las aulas magnas a rebosar, los apuntes acumulándose en avalancha, los nervios a flor de piel, los estudios repasos de última hora, gente a la que ni conocías que parecen salidos de un búnker y de un búnker de estudiar también, tu compi de al lado comiéndose las uñas, la otra pintándoselas —se puede sufrir, pero siempre con estilo—, el otro que te dice «Yo vengo para ver cómo es el examen», otro que lo único que se ha preparado son tantas chuletas que parece que va a montar una carnicería y el que da más coraje, el cabronazo empollón de mierda listillo de turno que te dice: «Lo llevo fatal, no me sé nada». Y luego saca un 10. O un 9, que también jode. Pero siempre hay algo peor: que te expliquen algo antes de un examen y, feliz por haberlo entendido, te digan: «Bueno, eso es lo fácil. Seguro que viene a pillar, nos van a dar por todos lados, hoy vamos a dormir bocabajo, vamos a salir de aquí andado como John Wayne» y otras perfectas alegorías de la sodomía.
Llega el profesor con una macabra sonrisa Profident que no la mostraba los lunes a primera hora cuando sentaba cátedra de aburrimiento instruida en Oxford el muy hijo de puta desconsiderado. Parece que la Navidad le ha sentado bien. Con lo que cobra, seguro que el jamón de su cena de Nochebuena era Ibérico como mínimo. «En la mesa sólo quiero ver un boli», dice como si eso fuera Los Juegos del Hambre. Otro te dice que lo ve más morenito, que seguro que se ha ido a la playa para pasar las fiestas, porque todo sabemos que el resplandeciente sol que hace en Matalascañas un 25 de diciembre a las once de la noche no lo disfrutaba ni Don Johnson en Miami Beach. Poseído por las rencillas personales de su pasado con algún otro profesor de su infancia, te entrega el examen bocabajo. «No le deis la vuelta hasta que yo lo diga» —espetan con singular displicencia. Y si piensas que eso lo hacen para hacerse el interesante, estás en lo cierto. Sólo hay algo más peligroso que un tonto y es un tonto con poder. Es el mayor postureo de los profesores después del «Si copiáis, os engañais a ustedes mismos». Y un poco a ellos también.
Luego le das la vuelta y las caras en blanco de tus compañeros son una metáfora perfecta de cómo va a acabar ese examen: en blanco. Y ese semblante taciturno se va contagiando como una epidemia entre todos los presentes. Caen como fichas de dominó. Por lo menos, la primera te la sabes: el nombre. Y pones tu nombre y apellidos en el apartado de Nombre para darte cuenta que, justo debajo, está el hueco para poner los apellidos. Empezamos bien. Porque el nombre de la asignatura te lo sabes. Sabes que, como la cagues hasta en eso, lo más alto que vas a poder aspirar es a un 3. Lees el examen. Sólo hay una pregunta que ocupa un renglón. ¿Pinta guay la cosa, verdad? Bien jodida debe ser, como indica la gota de sudor que empieza a recorrer tu frente. Ahí asumes que en los exámenes sólo hay una opción posible: estudiar. Y no hay vuelta de hoja. Mira, nunca mejor dicho.
En ese momento empieza un pequeño interrogatorio turno de preguntas que, con alguna absurda con su correspondiente risa de fondo, le quita un poco de hierro al asunto. Siempre está el típico que dice: «¿Se puede cambiar el orden de las preguntas al responder?». Vamos a ver, alma cándida. Como si alguna vez en la historia, algún profesor hubiera respondido: «No, no se puede. Es más, si te las sabes todas menos la 1, no puedes seguir respondiendo». «¿Se puede usar tippex o tachar?», «¿Puedo escribir en negro o azul?», «¿En qué año estamos?» y preguntas así con enjundia. U otros que, con más pesimismo, no muestran reparo en preguntar: «¿Cuándo es la recuperación?» Son reglas no escritas en los exámenes que nunca fallan, como que quien hace el selfie siempre sale mal.
Cómo hubiera molado que el examen fuera tipo test, ahí en plan quiniela. Que si acertaste en un Leganés-Osasuna, fijo que también lo haces en Microbiología Aplicada Básica, una asignatura tan básica que básicamente no tienes ni puta básica idea. Mejor no preguntarse cómo será Microbiología Aplicada Avanzada, si algún día llegamos a matricularnos. Porque esa es otra, ¿cuántas matrículas llevas ya? Que eres el abuelo oficial de la clase. De hecho, el profesor era de tu promoción. Y hablando de matrículas, te acuerdas de la de su coche, así como la marca, modelo, color y año, por si tiene la desfachatez de suspenderte y dejarle un bonito recuerdo, pero del Tema 1 ni de qué va siquiera. Aunque siempre te consolará pensar que el «Yo así no lo puesto, lo he expresado con mis palabras» te librará de un suspenso más grande que Torrelavega. Aunque en el fondo sabes que no. He ahí la fina línea que separa un «He aprobado» de un «Me han suspendido».
Venga, que ya queda poco para llegar a casa y poner en Facebook, Twitter, WhatsApp, Tuenti —si aún vives en 2009—, Instagram, Pinterest, Tumblr, Ask, YouTube y FilmAffinity los suspensos exámenes que llevas. Aunque la follada ha sido tal que mejor ponerlo en PornHub. Como si fueras un preso que lleva confinado cuarenta años en Guantánamo que va poniendo muescas en la pared. Porque asúmelo, no tienes ni pajolera idea, pero cuando te mira el profesor, pones cara de interesante con la vista fijada en el infinito, para hacerle creer que estás recordando algo. Eso sí es verdad, te acuerdas del desfase de Nochevieja, del coma etílico ciego mítico que se pilló tu amigo y de cómo lo llevasteis entre cinco tíos a casa. Y de la clavada que os dieron con los churritos en el Puente de Triana, que ni con esos se le pasó.
Ánimo, que tan mal no puede ir. Que sí, que el que te dijo que lo llevaba fatal ha pedido ya el sexto folio y tú has puesto el nombre y mucho es. Pero no quieres ser el primero en entregarlo. Vas a suspender, pero la dignidad que vaya siempre por bandera. Habrá que echarle huevos, al menos. «Venga, que si aprobé Conocimiento del Medio en Quinto de Primaria sin estudiar, esto es pan comido» —piensas en un arrebato de esperanza transitorio. «¿Le pongo el ciclo del agua, a ver si cuela?» te preguntas también. Pero no tienes ni zorra, aunque ello no te libra de usar expresiones cultas y finas como En primer lugar, por consiguiente, dicho lo cual, a colación de esto. Pero algo te dice que el rosco va a ser mayor que el que te comiste por Reyes. Y esta vez sin regalito, aunque todos los años salga el rey mago cutre de porcelana con cara de atracción de feria.
Pasan tres semanas y al profesor parece que aún le dura la resaca de Navidad, pero estamos en febrero. «Ya están las notas en el Aula Virtual» dice el delegado por el grupo de WhatsApp. Y un escalofrío te recorre el cuerpo, como si aún albergaras un atisbo de optimismo para aprobar. Sacas un 2. Sabes que ir a revisión es perder el tiempo. Casi tanto como lo perdiste en Navidad. Pero vas, total, la esperanza es lo último que se pierde. Le mandas un correo muy formal y encima sin faltas de ortografía; luego el profesor te responde sin puntos, coma ni tildes. Y vas con camisa y tal, poniendo mil excusas y suplicando que te deje aprobar con un trabajito, pero lo único que obtienes es un: «Mira, te he puesto un 2 y he sido buena gente». E intentas controlar tus instintos asesinos. Pero en el fondo sabes que te lo mereces. Es año nuevo y, en uno de tus innumerables propósitos de los que en marzo no recordarás como por ejemplo apuntarte al gimnasio, dices: «Hoy me pongo desde el primer día». Y con otra mentira, la historia comienza a repetirse desde el principio, con un guión más predecible que el de la saga A todo gas. A ver si a lo tonto, «Menos por menos es más».