19 de noviembre de 2015

Menos postureo y más implicación


Desde el sillón de mi casa, para variar, he estado siendo testigo de ciertas conductas unánimes acerca de lo acontecido en Francia éste infame viernes 13 y que ha traído no pocas consecuencias. Ante todo, mi respeto y solidaridad para todas las víctimas. Dicho eso, se me encendió la bombilla y quería dar mi pincelada sobre todo lo observado hasta ahora. Sí, desde el sillón de casa se puede tener empatía y conciencia, pero no hoy o cuando toca sino siempre. Ahora sabréis a qué me refiero.

No censuro ni condeno las muestras de apoyo y solidaridad con Francia. ¿Cómo voy a hacerlo? De hecho, soy de los primeros que no dudan en mostrar su apoyo a las víctimas tras uno de los peores actos que el ser humano pueda realizar. De hecho, tampoco condeno las muestras de empatía de personajes públicos y conocidos, pues es necesario el apoyo de esas personas para dar a conocer y concienciar al resto de la sociedad sobre todo lo que sucede. Toda muestra de humanidad ante la barbarie es necesaria, venga de donde venga, excepto lo que vengo a detallar a continuación.

Lo que sí censuro y condeno es la hipocresía y las múltiples incoherencias de gran parte de personas a las que todo ésto les ha resultado indiferente e, incluso, han estado a favor de lo que nos ha llevado a todo ésto. Recuerden que, hablando solo de París, el 11-S y el 11-M solo tocamos la punta del iceberg, pues las causas que nos ha llevado a experimentar éste monumento a la aberración de la acción humana son diversas. Por eso, me indigna como español (si puedo serlo, claro) que mi país mantenga relaciones con los mismos que han armado a los autores de esas atrocidades, así como países que han fomentado todo esto. Uno de ellos, por cierto, es Arabia Saudí, donde residía el ala más radical de ISIS si mal no recuerdo.

Si como ciudadano de un estado democrático me preguntaran si estoy a favor de la invasión de Irak y Afganistán o de repartirse la Libia de un antiguo amigo de Europa como es Gadaffi o que Francia y Reino Unido entre otros pongan gobiernos de paja prometiéndoles un macro estado árabe, obviamente, diría que no. Podrán buscarme trapos sucios, ya que es el precio que suele pagarse por ser sincero y contundente, pero de mis convicciones en éste sentido no encontrarán nada.

Por eso no me vale que se pongan banderas de Francia, Nigeria, Afganistán, Siria, Palestina y demás países víctimas de guerras continuas y diarias y que, si le preguntas antes de los atentados, se digan indiferentes con el resto de causas que han desembocado en un extremismo que se ha cobrado a bastantes inocentes ya, sea donde sea y sean de donde sean. No habré sido quien más haya hecho por evitar lo que está pasando, pero siempre me he pronunciado contrario a la guerra como para que haya tanta gente que venga a ponerse las medallas de pacifista cuando, por su silencio, han favorecido a lo que está pasando ahora.

¿Enfurecido? ¿molesto? ¿resentido? Posiblemente: por ver la línea entre la implicación y el postureo tan fina.

16 de noviembre de 2015

Hijos de puta


Hay momentos cuya naturaleza resulta tan sórdida que parecen no podernos afectar nunca. Algo tan cruel y despiadado como la tenebrosa ideología de la barbarie y la sinrazón nos evoca sensaciones tan desconocidas como, en algunos casos, propias de otra época. Son esos momentos que, por lejanos que parezcan y por invencibles que nos consideremos, pueden golpearnos, Y hacerlo de la forma más vil y deshumanizada que podamos concebir.

El mundo aún permanece herido en su corazón desde el pasado viernes. Las 128 víctimas del atentado de París han trastocado tanto el alma de todos nosotros como el el orgullo de la sociedad occidental. La vida de todas esas personas, jóvenes en su mayoría, se apagó para siempre al mismo tiempo que se encendía la desalentadora luz de un futuro francamente incierto que parece cernirse sobre nosotros con todo el peso de la venganza, la ira, la rabia, la impotencia y, por qué no decirlo, la justicia.

Acciones execrables como ésta o la del pasado mes de enero en el semanario satírico Charlie Hebdo nos han anunciado el rumbo desbocado que parece haber tomado la humanidad. Precisamente este mundo, en el que, con mayor o menor fortuna nos ha tocado vivir, ha recibido síntomas de que, por más que avance la ciencia, la tecnología o el pensamiento, hay cosas que nunca cambiarán: el conflicto. Es este conflicto, drama para muchos y opción de cambio para otros, lo que forma parte inherente de la historia, de cualquier sociedad y de nosotros mismos.

Es obvio que los instrumentos han cambiado y las formas de inferir daño han alzado cotas tan esnobistas como malignas. Si hace mil años, la manera de someter a una población se hacía a golpe de espadas y montados desde un caballo, evolucionaríamos para hacer exactamente lo mismo, esta vez blindados por la presurizada coraza de un tanque y con el argumento de la granada y la metralla como único diálogo. Y mientras cada vez accedemos a una parte de la historia con menos armas y más intereses económicos, a mayor ritmo aumenta el número de víctimas inocentes o, como gusta decir en los medios de comunicación, pérdidas civiles.

Francia ha sido golpeada en su corazón, de forma tan cruel e inefable como lo fue Estados Unidos en 2001, España en 2004 y Londres en 2005. Estos atroces atentados nos han evocado esa terrorífica sensación, típica de cuando ocurren hechos de semejante magnitud y que ha servido para recordarnos lo egoístas que somos los humanos. Hemos tenido que asistir al caos del terrorismo en el país vecino para conocer qué ocurre en el mundo de forma diaria, en Siria, Líbano o Palestina, para comprender de una vez por todas que el mundo no es el lugar tan idílico que podríamos creer.

Estremecidos, abatidos y cabizbajos, estamos ante el período más incierto de la historia reciente, un momento en el que cada detalle o cualquier decisión, por insignificante que parezca, puede cambiar drásticamente el destino de la humanidad, sin nada que nos haga vislumbrar un poco de esperanza. Resulta verdaderamente difícil presagiar el cariz que tomarán los acontecimientos. Paralelamente, Francia entona el Aux armes citoyens! para llevar a cabo un operativo militar, justo para unos, e igual de cruel para otros, sin haber terminado de llorar a las víctimas. 

Todos estos interrogantes sobre el rumbo que seguirá la humanidad en la época más convulsa de los últimos veinte años se entremezclan con otra duda mucho más inteligible: ¿Por qué ellos sí y nosotros no? ¿Estamos a salvo? No somos ni más altos, ni más guapos, ni más inteligentes. No hace falta ser mejor que nadie, porque realmente no existe nadie intocable. La pérdida de personas jóvenes, cargadas de ilusión y con toda la vida por delante, con aspiraciones y sueños como cualquiera de nosotros a manos de unos terroristas completamente mimetizados en nuestra sociedad, ha conseguido justamente lo que los integristas del ISIS pretenden: sembrar el terror entre nosotros. 

Sería aquella fatídica noche del 13 de noviembre la que se encargaría de enseñarnos que el drama, el horror y la barbarie pueden acecharnos en cualquier momento y arremeter contra nosotros con sus lúgubres garras y sus fatales consecuencias. Porque, una vez más, esa fría noche de otoño todos aprendimos que, aunque no lo sepamos, siempre nos encontramos en el borde del precipicio y que no hacemos otra cosa que desperdiciar el tiempo sin recordar que no somos inmortales. 

@joseangelrios92

2 de noviembre de 2015

El postureo no te hace más feliz


Parece evidente que las redes sociales tienen un ciclo vital. Al igual que los seres vivos, nacen, viven, se reproducen y mueren. Si hace seis años la página más visitada por los jóvenes era Tuenti, antes de convertirse en la operadora low-cost de Telefónica, luego ese relevo pasaría a Twitter para que actualmente Instagram cope el podio de la red social más frecuentada por los jóvenes en nuestro país. Así de contumaz: renovarse o morir. Dichas plataformas forman ya parte indispensable en nuestras vidas y, como todo, tienen aspectos tan interesantes como perniciosos.

Imaginad esta situación. Domingo por la tarde. Hay un sábado antes. Aún dura la resaca de los que salieron la noche anterior. Pero tú no eres de esos. Te conectas a Facebook, o a Instagram, o a Twitter o a Tuenti, si aún vives en la prehistoria. O a todas a la vez, ya que estamos. Ves esa foto. Un selfie de un amigo tuyo con sus amigos. Todos posan impecablemente vestidos, copa de balón en mano. Parece ginebra francesa, edulcorada con bayas de enebro. Tampoco falta una cachimba con tabaco de sabor a frutas del bosque maceradas con pomelo. Están muy sonrientes y los percibes muy felices. Van acompañados por un grupo de veinteañeras muy guapetonas, vestidas con tanto esmero como el filtro que han elegido para la foto. ¿La rubia que pone morritos será su novia?, pregunta obligada que rápidamente asalta tu subconsciente. De título, una frase del tipo: Qué bien se está cuando se está bien. Dos docenas de hashtags así lo verifican: #amigos, #friends (que se note que nuestro inglés es mejor que el de Ana Botella), #instagood (¿alguien me explica qué carajo significa esto?), #cachimba, #delujo, #copas, #pedazonoche, #pedazo, #noche...

La cena que ha precedido esa noche también hace acto de presencia. Sushi de salmón ahumado y piñones, acompañado de una humeante sopa de rodaballo y, de segundo plato, un codillo de pato confitado con puré sarladaise y crema de higos al caramelo. De postre, una tarta de queso red velvet rubrica una noche irrepetible. Los comentarios de las fotos parecen cómplices de tanta felicidad. ¡Qué bien se os ve!, ¡Envidia sana me dais!, como si eso existiera, o Anda, que también vais a avisar, comenta otro pobre infeliz. Además, la iluminación del pub donde se encuentran resalta a la perfección sus facciones, muy naturales y para nada ensayadas esa tarde veinte veces ante el espejo para encontrar la expresión más acertada. Si te fijas, incluso las luces combinan asombrosamente bien con el color de su corbata. Todo parece demasiado perfecto, ¿verdad?

Luego te ves a ti. Más sólo que la una y con nada que posturear postear en Facebook. Anoche no saliste, en parte, porque tus amigos estaban en el pueblo, no querían o por ese examen parcial, que más te vale aprobar antes de tripitir la asignatura. En ese momento, eres la persona más desdichada del mundo y te invade un lúgubre pesar. Estás abrumado ante tantas toneladas de felicidad que intentan colarse impíamente por todos los recovecos de tu ser. Todos parecen vivir vidas maravillosas excepto tú. Todos tienen un ejército de amigos, viven noches excepcionales y disfrutan de suculentas cenas, menos tú. Pero quizá, no todo es lo que parece...

Pues te diré algo que, tal vez, alivie tu umbría melancolía. Lo que acabas de ver se llama postureo y no necesariamente debe corresponderse con la realidad. Es algo más presente en nuestras vidas de lo que somos conscientes y llegaremos a reconocer. Sólo es una foto. Deja de montarte historias absurdas en tu mente. Una foto que sólo dura el tiempo de apretar el botón. No sabes si después de hacer la foto, todos se fueron a su casa. El postureo consiste básicamente en aparentar, pero sin que parezca que estamos aparentando. Porque el postureo crea adicción a la validación. Y al igual que un adicto a las drogas, alcohol o juego, estos tampoco lo reconocerán. Nadie está sonriendo todo el tiempo. Y si hay gente así, seguramente no sean de fiar. Son tan felices que tienen que publicarlos en las redes sociales, para que todos los demás sepan lo autorrealizados que están. A lo mejor, todas las chicas de la foto tenían novio. O las copas eran de garrafón. Puede incluso que la comida se enfriara mientras hacían la foto y la posteaban en Facebook, Twitter, Instagram, Tumblr, Pinterest o YouTube, O tal vez la cachimba era de tabaco de naranja del malo, del que venden en el chino.

Pero eso no aparece en la foto. Eso es lo que nadie te cuenta. Porque esa es la letra pequeña del contrato del postureo. Francamente, a nadie le interesa ver una foto de tu elaborado desayuno, a menos que tú le des like a otra foto suya de su elaborado desayuno. Eso no es tener clase. Por si no lo sabías, la gente que realmente puede presumir no se dedica a ello. No lo necesitan y probablemente jamás lo hayan necesitado. Pero no sufras. Todos lo hemos hecho alguna vez, incluso quien escribe estas líneas. No es vergonzoso, ni motivo para quedar confinado en Carabanchel durante cuarenta años. Dicho esto, te contaré un secreto: cuando veas gente posturear, alardear u ostentar, créeme: presumen exactamente de lo mismo de lo que carecen. Todo es falaz, baladí y engañoso. En su fuero más interno, aún no se lo han terminado de creer. 

Ahí no reside la auténtica felicidad. Una felicidad tan efímera como la fracción de segundo que tardaron en hacerse la foto. Ser feliz consiste en disfrutar del momento, conformarse con lo que se tiene y luchar por los sueños. Sin más. Nadie es más feliz por tener 900 amigos en Facebook que, a buen seguro, les apoyarán en sus malos momentos. Porque por extraño que parezca, esta gente también tienen días que desearían no haberse levantado. Y los dejan sus novias que, con certeza, no serán modelos de Victoria's Secret. Son personas normales como tú y yo. Y también se tiran pedos. Porque estoy convencido de que los likes no le dan un reconfortante abrazo, ni les hacen más inteligentes, ni más valiosos que alguien que, sencillamente, es tan feliz que no tiene que anunciarlo a cascoporro en las redes sociales.

Fuente: Compartiendo macarrones (1/11/2014). Las redes sociales, el postureo y el afán de mostrar a los demás lo felices que somos. Blog Compartiendo macarrones.