16 de noviembre de 2015

Hijos de puta


Hay momentos cuya naturaleza resulta tan sórdida que parecen no podernos afectar nunca. Algo tan cruel y despiadado como la tenebrosa ideología de la barbarie y la sinrazón nos evoca sensaciones tan desconocidas como, en algunos casos, propias de otra época. Son esos momentos que, por lejanos que parezcan y por invencibles que nos consideremos, pueden golpearnos, Y hacerlo de la forma más vil y deshumanizada que podamos concebir.

El mundo aún permanece herido en su corazón desde el pasado viernes. Las 128 víctimas del atentado de París han trastocado tanto el alma de todos nosotros como el el orgullo de la sociedad occidental. La vida de todas esas personas, jóvenes en su mayoría, se apagó para siempre al mismo tiempo que se encendía la desalentadora luz de un futuro francamente incierto que parece cernirse sobre nosotros con todo el peso de la venganza, la ira, la rabia, la impotencia y, por qué no decirlo, la justicia.

Acciones execrables como ésta o la del pasado mes de enero en el semanario satírico Charlie Hebdo nos han anunciado el rumbo desbocado que parece haber tomado la humanidad. Precisamente este mundo, en el que, con mayor o menor fortuna nos ha tocado vivir, ha recibido síntomas de que, por más que avance la ciencia, la tecnología o el pensamiento, hay cosas que nunca cambiarán: el conflicto. Es este conflicto, drama para muchos y opción de cambio para otros, lo que forma parte inherente de la historia, de cualquier sociedad y de nosotros mismos.

Es obvio que los instrumentos han cambiado y las formas de inferir daño han alzado cotas tan esnobistas como malignas. Si hace mil años, la manera de someter a una población se hacía a golpe de espadas y montados desde un caballo, evolucionaríamos para hacer exactamente lo mismo, esta vez blindados por la presurizada coraza de un tanque y con el argumento de la granada y la metralla como único diálogo. Y mientras cada vez accedemos a una parte de la historia con menos armas y más intereses económicos, a mayor ritmo aumenta el número de víctimas inocentes o, como gusta decir en los medios de comunicación, pérdidas civiles.

Francia ha sido golpeada en su corazón, de forma tan cruel e inefable como lo fue Estados Unidos en 2001, España en 2004 y Londres en 2005. Estos atroces atentados nos han evocado esa terrorífica sensación, típica de cuando ocurren hechos de semejante magnitud y que ha servido para recordarnos lo egoístas que somos los humanos. Hemos tenido que asistir al caos del terrorismo en el país vecino para conocer qué ocurre en el mundo de forma diaria, en Siria, Líbano o Palestina, para comprender de una vez por todas que el mundo no es el lugar tan idílico que podríamos creer.

Estremecidos, abatidos y cabizbajos, estamos ante el período más incierto de la historia reciente, un momento en el que cada detalle o cualquier decisión, por insignificante que parezca, puede cambiar drásticamente el destino de la humanidad, sin nada que nos haga vislumbrar un poco de esperanza. Resulta verdaderamente difícil presagiar el cariz que tomarán los acontecimientos. Paralelamente, Francia entona el Aux armes citoyens! para llevar a cabo un operativo militar, justo para unos, e igual de cruel para otros, sin haber terminado de llorar a las víctimas. 

Todos estos interrogantes sobre el rumbo que seguirá la humanidad en la época más convulsa de los últimos veinte años se entremezclan con otra duda mucho más inteligible: ¿Por qué ellos sí y nosotros no? ¿Estamos a salvo? No somos ni más altos, ni más guapos, ni más inteligentes. No hace falta ser mejor que nadie, porque realmente no existe nadie intocable. La pérdida de personas jóvenes, cargadas de ilusión y con toda la vida por delante, con aspiraciones y sueños como cualquiera de nosotros a manos de unos terroristas completamente mimetizados en nuestra sociedad, ha conseguido justamente lo que los integristas del ISIS pretenden: sembrar el terror entre nosotros. 

Sería aquella fatídica noche del 13 de noviembre la que se encargaría de enseñarnos que el drama, el horror y la barbarie pueden acecharnos en cualquier momento y arremeter contra nosotros con sus lúgubres garras y sus fatales consecuencias. Porque, una vez más, esa fría noche de otoño todos aprendimos que, aunque no lo sepamos, siempre nos encontramos en el borde del precipicio y que no hacemos otra cosa que desperdiciar el tiempo sin recordar que no somos inmortales. 

@joseangelrios92

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