19 de junio de 2015

Ódiame, pero no me olvides


Quiero que me odies. Sí, me has oído bien, ódiame mucho. Que el odio que sientes por mí sea la razón por la que te despiertas cada día, el motor por el que te mueves y la motivación para levantarte al día siguiente para seguir odiándome más. Quiero que me odies, que no dejes de odiarme y que, cuando quizá la causa de tu odio sea un vago recuerdo, me sigas odiando. Que los buenos recuerdos sean impregnados por el desenlace de un final cuyo guionista no atravesó por un buen día.

Quizá no te lo he dicho, pero quiero que me odies. Un odio sano, si es que eso existe, como la envidia sana. Un odio que sea  la prueba de fuego de que no he caído presa del olvido. Quiero que me tengas rencor, mucho rencor, no te cortes en cuanto a proporción. Un rencor que tire por la borda aquellos te quiero que un día significaron un mundo y aquellas conversaciones en las que el tiempo no parecía hacerlo tanto. Quiero que me tengas odio y resentimiento porque el olvido hiere más que el rencor.

Sería bueno que empezaras a odiarme. Que tu odio sea la salida de ese atajo que viene directamente por la calle del amor. Ódiame mucho, casi tanto como un día creíste quererme. Ódiame a todas horas, sin medida ni piedad y no dejes de hacerlo ni con prescripción médica. Ódiame por esas noches de relatos inconfesables, por esas tardes de caminos interminables o por esas mañanas de recuerdo inolvidable. Te pido que me odies, que me odies mucho pero, por lo que más quieras, no me olvides.

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