Era una acalorada mañana. La adherencia de las sábanas así lo indicaba. La última rosa que había florecido y el canto de la chicharra eran la prueba de fuego de que la primavera estaba acabando. Y el comienzo del verano. Temerosos, los primeros rayos de sol entraban tímidamente por el hueco que separa la persiana y el alféizar de la ventana, inundando toda la estancia. El atronador canto de los pájaros y el ruido de las hélices del ventilador sustituyeron al despertador esa mañana. Era hora de levantarse. Mejor así, porque aquello de estrellar el ventilador contra la pared no parecía la mejor forma de comenzar la mañana.
Sin embargo, todos esos elementos quedarían impregnados de insignificancia si miro a mi derecha. Ahí estás tú, durmiendo plácidamente, incauta ante el inminente comienzo de lo que será un nuevo día. Es en ese momento cuando toda la luz que ha entrado ferozmente se diluye en la oscuridad. Todo ocurre de forma tan rápida que incluso la ropa que cuelga de la silla queda engullida por la penumbra en la que se ha confinado la habitación. No parece una pesadilla, pero sí una sobredosis de realidad. Todo lo que creía tan sólido ha desaparecido. Lo que parece el motivo de la felicidad de una persona corriente se ha evaporado en cuestión de segundos. Algo que lleva irremisiblemente a plantearnos que nada dura lo suficiente para contarlo.
Todos tenemos derecho a ser felices. Pero no nos confundamos. No hay que pagar un precio excesivamente alto por la felicidad. Ni hacer a otra persona que lo pague por nosotros. La felicidad es efímera. Según estudios científicos, dura pequeños instantes, imperceptibles fracciones de segundo. No merece la pena hipotecarse para ser feliz. Estar con una persona implica construir un futuro juntos, no destruir una ilusión. Es cimentar sobre la sólida base de la felicidad ya existente, pero no edificar sobre una frágil necesidad. Porque es precisamente ahí, cuando aparece el factor necesidad en la ecuación, el momento en que todo se desmorona como un castillo de naipes.
Si no somos felices solos, jamás lo seremos con alguien. Tiene lógica. Una relación sirve para disfrutar, crecer, aprender y para ser más felices. Pero no para ser felices. No somos la media naranja de nadie. Ni nadie es nuestra media naranja. Nacemos siendo naranjas enteras y maduras. No todas tan maduras, pero en esencia es así. Y parafraseando a John Lennon: Nadie merecer cargar en su espalda la responsabilidad de completar lo que nos falta.
Querer a alguien consiste en mirar a esa persona cada mañana y bendecir el instante en que se cruzó en nuestra vida. Es verte reflejado en sus ojos y sentirse invadido por una narcótica inyección de bienestar y satisfacción. No es haber encontrado a la persona perfecta. Es haber encontrado con la que formas la pareja perfecta. Es levantarte y, al ver el hueco de la cama vacío, ser igualmente feliz. Y aprender a serlo cada día a pesar de la erosión que nos producen las decepciones, el desazón generado por las malas experiencias y la esperanzadora idea de que algún día esa naranja entera te encontrará. O mejor dicho, os encontraréis. Porque es inevitable: ocurrirá. Más tarde o temprano, así será. Y mientras llega ese anhelado momento, aprended a ser felices valorando cada matiz y momento con el que la vida nos obsequia. Eso es todo. Ahí reside la auténtica felicidad.