Europa atraviesa la situación militar más delicada desde la Segunda Guerra Mundial. Las siete décadas de paz vividas tras la derrota de la Alemania Nazi, abrieron las puertas de una paz inédita. Que los europeos estuvieran tanto tiempo sin matarse entre ellos era, simplemente, una anomalía histórica.
Con el III Reich acabó también el fantasma que había imperado en Europa durante el siglo XX: el imperialismo. La idea de invadir otros pueblos para "salvarlos", liberarlos o anexionárselos en nombre de excusas pseudohistóricas, quedó sepultada tras la claudicación de las Potencias del Eje.
Fueron los felices años de la socialdemocracia, de la consolidación de la clase media y los pequeños propietarios, al menos en Occidente. Tras el colapso de la URSS en 1991, la hegemonía de Estados Unidos pasó al estatus de indiscutible y abrió las puertas de un mundo monopolar que dio muestras de tambalearse tras el 11-S. Nunca un Estado se había quedado con los galones de amo y señor del mundo: Grecia tuvo a Esparta, Roma a los Visigodos y el Imperio Español al Británico. Pero eran otros tiempos: a la Rusia de Yeltsin no le había ido tan bien la transición del comunismo al capitalismo como a sus vecinos bálticos y China aún era el cachorro de un león.
El nacionalismo conservador del Kremlin, profundamente historicista, concibe a Ucrania como un estado artificial, la génesis de la Madre Rusia heredada de la Rus de Kiev —una federación de caudillos eslavos luego conquistada por el Imperio Mongol—. La idiosincrasia rusa se basa en reafirmar los viejos mitos imperiales, que sentaron las bases del Imperio de los Zares y, posteriormente, de la Unión Soviética. Una visión anacrónica de las relaciones internacionales que han terminado por dividir a Ucrania en dos: por un lado, un país seducido por las democracias liberales de Occidente que tanto progreso y libertad han llevado a antiguos países del Pacto de Varsovia como Rumanía y Polonia, y otro más al estilo de Bielorrusia, proclive a ocupar una posición subalterna en un imperio decadente cuya economía hace aguas.
Los tambores de guerra han dado lugar a los ecos de la metralla. Con Kiev sitiada por las tropas rusas, Occidente da muestras de debilidad. Los anuncios de las sanciones a Rusia, como la salida del Swift, grabar las finanzas y ejecutar trabas internacionales para estrangular la economía rusa, se han quedado en una declaración de intenciones y no tanto en medidas efectivas. Joe Biden y los líderes europeos demuestran lo muy volcados hacia ellos mismos que estaban, más pendientes de los problemas eco-friendly, inclusivos e igualitarios que de los problemas auténticos.
El ejército ucraniano permanece enrocado en los principales focos de resistencia y las principales unidades militares no dan muestras de firmar un alto el fuego. El escenario dibujado por las tropas rusas parece decidido a tomar la capital y formar un gobierno títere. Mientras, Kiev se desangra entre cascotes y bombardeos; si se forman guerrillas y milicias urbanas, el número de muertos aumentaría de forma exponencial y la guerra podría enquistarse.
Fuera de Ucrania, Rusia amenaza a Suecia y Finlandia si osan sumarse a la OTAN en la enésima bravuconada del Gobierno de Putin. Cualquier agresión a un estado miembro de la Alianza Atlántica activaría de inmediato en artículo 5 y estaríamos a las puertas de una guerra europea de tintes bastantes desconcertantes y con la amenaza nuclear latente. Los últimos setenta años de paz habrían sido sólo un paréntesis en la Historia.