Nos pasamos toda la vida pensando. Pensamos si estamos haciendo lo correcto, si es buena idea esta o si es mala la otra, mientras las oportunidades desfilan delante nuestra sin ni siquiera habernos percatado de ello. Nos dicen cómo tenemos que ser para conseguir todas esas metas y aspiraciones que no necesitamos para nada. Y por el camino, hemos engrosado varios ceros en las cuentas corrientes de personas que, sin conocerlas y sin conocernos, guían nuestro destino con más determinación que la que nuestro orgullo llegará a reconocer.
No pienses tanto y haz lo que te dé la gana. A decir verdad, no se trata de decir lo que uno piensa, sino lo que siente. Porque pensamos que van a ocurrir cosas, sin caer en la cuenta de que lo único que va a pasar es este día que no volverá jamás. Apaga la monótona alarma del despertador. Levántate, dile a tu madre que la quieres, sal a la calle con el ultraje de no haber combinado los colores y camina por esas zonas que decodifican recuerdos de tu infancia. No esperes lo que esté por venir, sólo sal y búscalo. Porque resignarse a esperar es como gritar a los cuatro vientos que nos sobran días de vida. Y a quien le sobra días de vida es realmente porque se lo merece.
Venga, piensa un poco menos. Di lo que te molesta. A ver lo que pasa. Que a lo mejor, con suerte, no te parten la cara. Olvida los prejuicios, las prenociones, los estereotipos y las modas. Al cuerno con las modas. No sigas las modas por seguirlas, ni las dejes de seguir por no seguirlas. Confecciónate a ti mismo, sitúate en ese limbo social de carácter indefinido y que se encuentra en el ecuador de lo correcto y lo incorrecto. Sólo ahí te podrás sentir con la suficiente displicencia para mirarlos a todos por encima del hombro, penetrarlos con una incisiva mirada de altivez propia de un portero de discoteca y sentirte así, como el sol cuando amanece: libre.
Di palabrotas. Muchas y todo el rato: coño, puta, joder, cabrón, carajo, zorra, pollas, cojones, políticos. Llama a las cosas por su nombre y propínale un fuerte puntapié a los eufemismos, enchufándoles un gol por la escuadra a la sinceridad. Tatúate todo aquello que tu subconsciente se haya obsesionado de dejar sepultado todos estos años. Y hazlo en el color que más te plazca. En cursiva y todo. O si lo prefieres, juégatela y póntelo en chino. Sólo así sentirás que, desconectando de todo, te irás progresivamente enchufando a la vida. No a esa vida que nos han aleccionado para vivir, no. A la auténtica vida.
O pon tierra de por medio. Compra un billete sólo de ida, ligero de equipaje como diría Antonio Machado y como único destino la travesía que tienes por delante. Haz autostop, móntate en una Volkswagen Combi tuneada con esmero y divisa ese inhóspito secarral que se abre paso ante ti. Duerme en una gasolinera, sin más techo que el telón que estrellas que te acurruca con su gélida brisa en mitad de la nada. Y enamórate por el camino, ya puestos. Cuando te sientas que ya has tirado la casa por la ventana, que no se puede ser más bohemio o progre, según el periódico que leas, apaga el wifi de tu smartphone. ¿Que aún lees el periódico? Pues deja de zambullirte en ese reguero de desgarradoras noticias y, sólo por hoy, aunque sea por un ratito, busca la verdad. O mejor aún, tu verdad.
Deja de pensar. Deshazte de todas esas ideas autolimitantes impuestas por esas personas que nunca las consiguieron. Y si me lo permites, nunca lo conseguirán. Ni que decir tiene que dejes de retuitear ipso facto las cuentas que te enseñan a cómo soñar para sólo producirte estremecedoras pesadillas. No busques más en Google cómo vivir bien, encontrar tu estilo de vida y artículos de verso etílico donde el listillo de turno, que adopta el nombre de gurú, te dice como tienes que vivir. Y por encima de todo, no dejes que nadie te diga ni lo que tienes que hacer, ni cómo pensar o cómo dejar de sentir. Ni tan siquiera yo.