26 de diciembre de 2016

El último adiós


No recuerdo con precisión el tiempo exacto. Ni falta que hace. Para qué, si ese lapso no va a hacer variar ni una de las comas que se sucedan a continuación. En cuanto al sitio, a decir verdad, continúa manteniendo su idiosincrasia, consciente del aluvión de historias encerradas en él. Hacía frío, demasiado para el mes de abril. Frío del que se siente por fuera y del otro, del que también se siente, pero por dentro. Menos mal que me abrochaste las mangas de la camisa un ratito antes. Llámame esclavo de las apariencias, pero había que ponerse guapo para la despedida, que la ocasión lo merecía. Quizás en ese momento no lo hubiéramos percibido así, pero estábamos ante nuestro último adiós. Un adiós en forma de hasta luego, precedido por una noche sin parangón, de esas a la que la historia le otorga el calificativo de inolvidable, pero un adiós al fin y al cabo.

Puede que no tuviera la forma ni el presupuesto de la película más taquillera. Ni que mi papel lo interpretara Leonardo DiCaprio —no daba el perfil, obviamente—, ni aquello, pese a ser un enclave idílico, fuera un set de rodaje; tampoco las personas que nos rodeaban respondieran al nombre de figurantes más un número, ni el umbral de la estación por el que tu figura se desvaneció para siempre fuera simple atrezzo. Y es que así nos han vendido las despedidas, como situaciones encorsetadas y repletas de dramatismo para las que hay que equiparse con doscientas toneladas de clínex. O algunas más, fijo. Tal vez sí en el mundo de los conceptos, pero no es lo que suele ocurrir en la vida real. Porque no estar preparado para una despedida, de las de película, no nos hace inmune a sus lacrimógenos efectos.

Ese fue nuestro último adiós; no el virtual, pero sí el real. Y no lo pareció. Jamás tuvo la forma de una despedida, el reproche de una ruptura o el dolor de un distanciamiento. Ni tampoco lo rubricó un «Nunca te olvidaré» y, por extraño que parezca, tampoco un «Te echaré de menos». Asumiría el rol de adiós un «Avísame cuando llegues» o «Te veo pronto». Tal vez, fuimos fríos en la formas, quizás en la ignorancia del epílogo en el que nos encontrábamos inmersos, de que nunca más nos veríamos o que pasaría más tiempo del que escapa a la memoria. Quizás ese es el carácter desangelado de la modernidad, que desprovee de su esencia más inherente a las cosas. De ser así, algo bueno tendrán que tener los nuevos tiempos. Vamos, digo yo.

Contigo aprendí que decir adiós es crecer. Aunque nunca te lo dijera a la cara. Y mejor conservar un recuerdo que deteriorarlo en una agonía que convirtiera un final triste en un final malo. Han pasado muchas cosas desde que tu contorno se perdió en la inmensidad de aquellas escaleras mecánicas, bajando para siempre el telón de nuestra historia. Ese mismo telón que, bordado en terciopelo y con su embriagador tacto, una vez brilló, como nosotros, a la espera de que esa vorágine de modernidad nos succionara sin remisión. Porque me despedí de ti sin decirte adiós y, ahora que lo pienso, igual fue lo mejor.

23 de diciembre de 2016

Suele pasar en época de exámenes


Llegan los exámenes y, con ellos, las noches en vela viendo vídeos en YouTube estudiando, las ingentes dosis de cafés, bebidas energéticas, aún más tila para compensarla y los madrugones. Esa época mágica en la que el despertador pasa a ser la aplicación que más usas y que cosas que nunca han llamado tu atención, como el vuelo de una mosca, de repente cobran una una importancia e interés atroces que sólo volverán en la siguiente tanda que más te vale que no sea en septiembre. Te distraes con todo, incluso con los capítulos de Cuéntame en Clan por las noches. Porque los exámenes han inoculado en nosotros más sueño que el Valium. Como si la morriña que no hemos tenido todo el año mientras estábamos de fiesta estudiábamos arduamente se instalara en nosotros sin la compasión de dejarnos aprobar.

Sin darte cuenta, los tienes a la vuelta de la esquina. Y en un ejercicio de autoengaño personal, decides estudiar estas Navidades. «No he hecho nada más que recogerme a las siete de la mañana, pero ahora me pongo sí o sí» confiesas en una intentona a la desesperada por ponerte al día. Porque claro que en Navidad estudias, pero la etiqueta del polvorón y la gradación etílica de la botella de cava o del lote que te vas a beber en Nochevieja. Luego llega enero con su temida cuesta y lo primero que intentas disimular, aparte de tus ojeras de resaca, es que no has dado un palo al agua en todas las vacaciones. Dicen que «Mal de todos, consuelo de tontos», así que como de eso eres un rato, le preguntas a tus compañeros: «¿Has estudiado algo? Yo me lo he leído un poco» —así para restarte culpabilidad y sentirte un poco mejor contigo mismo—. Y un frenesí de alivio y paz interior te sacude cuando te dicen: «Yo en verdad tampoco».

Así las cosas, llega el día del examen cuando tan sólo ayer parecía Nochebuena. Las aulas magnas a rebosar, los apuntes acumulándose en avalancha, los nervios a flor de piel, los estudios repasos de última hora, gente a la que ni conocías que parecen salidos de un búnker y de un búnker de estudiar también, tu compi de al lado comiéndose las uñas, la otra pintándoselas —se puede sufrir, pero siempre con estilo—, el otro que te dice «Yo vengo para ver cómo es el examen», otro que lo único que se ha preparado son tantas chuletas que parece que va a montar una carnicería y el que da más coraje, el cabronazo empollón de mierda listillo de turno que te dice: «Lo llevo fatal, no me sé nada». Y luego saca un 10. O un 9, que también jode. Pero siempre hay algo peor: que te expliquen algo antes de un examen y, feliz por haberlo entendido, te digan: «Bueno, eso es lo fácil. Seguro que viene a pillar, nos van a dar por todos lados, hoy vamos a dormir bocabajo, vamos a salir de aquí andado como John Wayne» y otras perfectas alegorías de la sodomía.

Llega el profesor con una macabra sonrisa Profident que no la mostraba los lunes a primera hora cuando sentaba cátedra de aburrimiento instruida en Oxford el muy hijo de puta desconsiderado. Parece que la Navidad le ha sentado bien. Con lo que cobra, seguro que el jamón de su cena de Nochebuena era Ibérico como mínimo. «En la mesa sólo quiero ver un boli», dice como si eso fuera Los Juegos del HambreOtro te dice que lo ve más morenito, que seguro que se ha ido a la playa para pasar las fiestas, porque todo sabemos que el resplandeciente sol que hace en Matalascañas un 25 de diciembre a las once de la noche no lo disfrutaba ni Don Johnson en Miami Beach. Poseído por las rencillas personales de su pasado con algún otro profesor de su infancia, te entrega el examen bocabajo. «No le deis la vuelta hasta que yo lo diga» —espetan con singular displicencia. Y si piensas que eso lo hacen para hacerse el interesante, estás en lo cierto. Sólo hay algo más peligroso que un tonto y es un tonto con poder. Es el mayor postureo de los profesores después del «Si copiáis, os engañais a ustedes mismos». Y un poco a ellos también.

Luego le das la vuelta y las caras en blanco de tus compañeros son una metáfora perfecta de cómo va a acabar ese examen: en blanco. Y ese semblante taciturno se va contagiando como una epidemia entre todos los presentes. Caen como fichas de dominó. Por lo menos, la primera te la sabes: el nombre. Y pones tu nombre y apellidos en el apartado de Nombre para darte cuenta que, justo debajo, está el hueco para poner los apellidos. Empezamos bien. Porque el nombre de la asignatura te lo sabes. Sabes que, como la cagues hasta en eso, lo más alto que vas a poder aspirar es a un 3. Lees el examen. Sólo hay una pregunta que ocupa un renglón. ¿Pinta guay la cosa, verdad? Bien jodida debe ser, como indica la gota de sudor que empieza a recorrer tu frente. Ahí asumes que en los exámenes sólo hay una opción posible: estudiar. Y no hay vuelta de hoja. Mira, nunca mejor dicho.

En ese momento empieza un pequeño interrogatorio turno de preguntas que, con alguna absurda con su correspondiente risa de fondo, le quita un poco de hierro al asunto. Siempre está el típico que dice: «¿Se puede cambiar el orden de las preguntas al responder?». Vamos a ver, alma cándida. Como si alguna vez en la historia, algún profesor hubiera respondido: «No, no se puede. Es más, si te las sabes todas menos la 1, no puedes seguir respondiendo». «¿Se puede usar tippex o tachar?», «¿Puedo escribir en negro o azul?», «¿En qué año estamos?» y preguntas así con enjundia. U otros que, con más pesimismo, no muestran reparo en preguntar: «¿Cuándo es la recuperación?» Son reglas no escritas en los exámenes que nunca fallan, como que quien hace el selfie siempre sale mal.

Cómo hubiera molado que el examen fuera tipo test, ahí en plan quiniela. Que si acertaste en un Leganés-Osasuna, fijo que también lo haces en Microbiología Aplicada Básica, una asignatura tan básica que básicamente no tienes ni puta básica idea. Mejor no preguntarse cómo será Microbiología Aplicada Avanzada, si algún día llegamos a matricularnos. Porque esa es otra, ¿cuántas matrículas llevas ya? Que eres el abuelo oficial de la clase. De hecho, el profesor era de tu promoción. Y hablando de matrículas, te acuerdas de la de su coche, así como la marca, modelo, color y año, por si tiene la desfachatez de suspenderte y dejarle un bonito recuerdo, pero del Tema 1 ni de qué va siquiera. Aunque siempre te consolará pensar que el «Yo así no lo puesto, lo he expresado con mis palabras» te librará de un suspenso más grande que Torrelavega. Aunque en el fondo sabes que no. He ahí la fina línea que separa un «He aprobado» de un «Me han suspendido».

Venga, que ya queda poco para llegar a casa y poner en Facebook, Twitter, WhatsApp, Tuenti —si aún vives en 2009—, Instagram, Pinterest, Tumblr, Ask, YouTube y FilmAffinity los suspensos exámenes que llevas. Aunque la follada ha sido tal que mejor ponerlo en PornHub. Como si fueras un preso que lleva confinado cuarenta años en Guantánamo que va poniendo muescas en la pared. Porque asúmelo, no tienes ni pajolera idea, pero cuando te mira el profesor, pones cara de interesante con la vista fijada en el infinito, para hacerle creer que estás recordando algo. Eso sí es verdad, te acuerdas del desfase de Nochevieja, del coma etílico ciego mítico que se pilló tu amigo y de cómo lo llevasteis entre cinco tíos a casa. Y de la clavada que os dieron con los churritos en el Puente de Triana, que ni con esos se le pasó.

Ánimo, que tan mal no puede ir. Que sí, que el que te dijo que lo llevaba fatal ha pedido ya el sexto folio y tú has puesto el nombre y mucho es. Pero no quieres ser el primero en entregarlo. Vas a suspender, pero la dignidad que vaya siempre por bandera. Habrá que echarle huevos, al menos. «Venga, que si aprobé Conocimiento del Medio en Quinto de Primaria sin estudiar, esto es pan comido» —piensas en un arrebato de esperanza transitorio. «¿Le pongo el ciclo del agua, a ver si cuela?» te preguntas también. Pero no tienes ni zorra, aunque ello no te libra de usar expresiones cultas y finas como En primer lugar, por consiguiente, dicho lo cual, a colación de esto. Pero algo te dice que el rosco va a ser mayor que el que te comiste por Reyes. Y esta vez sin regalito, aunque todos los años salga el rey mago cutre de porcelana con cara de atracción de feria.

Pasan tres semanas y al profesor parece que aún le dura la resaca de Navidad, pero estamos en febrero. «Ya están las notas en el Aula Virtual» dice el delegado por el grupo de WhatsApp. Y un escalofrío te recorre el cuerpo, como si aún albergaras un atisbo de optimismo para aprobar. Sacas un 2. Sabes que ir a revisión es perder el tiempo. Casi tanto como lo perdiste en Navidad. Pero vas, total, la esperanza es lo último que se pierde. Le mandas un correo muy formal y encima sin faltas de ortografía; luego el profesor te responde sin puntos, coma ni tildes. Y vas con camisa y tal, poniendo mil excusas y suplicando que te deje aprobar con un trabajito, pero lo único que obtienes es un: «Mira, te he puesto un 2 y he sido buena gente». E intentas controlar tus instintos asesinos. Pero en el fondo sabes que te lo mereces. Es año nuevo y, en uno de tus innumerables propósitos de los que en marzo no recordarás como por ejemplo apuntarte al gimnasio, dices: «Hoy me pongo desde el primer día». Y con otra mentira, la historia comienza a repetirse desde el principio, con un guión más predecible que el de la saga A todo gas. A ver si a lo tonto, «Menos por menos es más».

13 de diciembre de 2016

«Hasta que el wifi nos separe», novela de José Ángel Ríos


Tengo el placer de anunciaros, queridos lectores, el lanzamiento de mi primera novela, «Hasta que el wifi nos separe» (Narrativa, Editorial Seleer). Se trata de mi segundo libro, tras haber lanzado el año pasado «Anécdotas futbolísticas» (Ensayo, Ediciones Pura Tinta), la que fue mi ópera prima formada por un compendio de sesenta curiosidades sobre el mundo del fútbol. No obstante, esta obra supone mi inicio de lleno en este dificilísimo, aunque a la vez maravilloso, mundo de la literatura. Una novela en la que va impresa una parte muy importante de mí y que, de todo corazón, espero que disfrutéis.

Con toda probabilidad, si me sigues desde hace poco, te estarás haciendo la pregunta obligada: ¿De qué va «Hasta que el wifi nos separe»? Es una novela de 280 páginas organizada en 33 capítulos, más los anexos de prólogo, epílogo y agradecimientos. En ella se narra la historia de dos veinteañeros, Javier y Victoria que, al conocerse por Twitter, establecen una relación apasionada a través de internet. Una historia, en principio formada por ingredientes idílicos, que se saldrá del guión establecido al descubrir que detrás de esa dulce muchacha se esconde un terrible secreto que cambiará su vida para siempre. «Hasta que el wifi nos separe» es una historia de dos jóvenes actuales que muestra cómo las redes sociales son medios que permiten el surgimiento de relaciones sin precedentes pero también esconden los misterios más insondables de la naturaleza humana.

La presentación tuvo lugar el pasado viernes 2 de diciembre de 2016 en el pub La Tregua, situado en mi barrio Triana en Sevilla. Fue una noche mágica e inolvidable en la que, con la encomiable colaboración del Colectivo Surcos, firmamos una velada amena, divertida, diferente y rubricada por una no menos estupenda celebración. Siempre agradeceré la intervención de mi tío Juan Sánchez-Lafuente que me introdujo con una sublime presentación muy elogiada por todos los asistentes, la escenificación de un diálogo de la novela de la mano de nuestros amigos Manuel y Gema y la lectura de Raúl Dávila quien, para mantener intacta su esencia, sembró la admiración de todos.

Sin más dilación, para adquirir mi novela «Hasta que el wifi nos separe», te dejo el siguiente enlace de la Editorial Seleer, a la que le estoy muy agradecido, a través del cual podrás comprarlo por internet y, mediante sus distribuidores, en este link de Casa del Libro, Fnac y El Corte Inglés. En dicho hipervínculo, podrás hacerte con mi obra tanto en formato papel como en eBook. He aquí la página oficial en Facebook de «Hasta que el wifi nos separe», por si deseas estar al tanto de las últimas novedades relativas a la obra, apretando tan solo el botón de Like. Dicho sea de paso, si deseas hacerte con el primer capítulo de la novela, envíame un mensaje a mi correo electrónico —a esta dirección: angelmd12@gmail.com— y te lo enviaré sin ningún compromiso y de forma completamente gratuita. Adjunto un par de fotos de lo que nos deparó esta indeleble velada. Un abrazo a todos y nos vamos leyendo.

Pincha AQUÍ para comprar «Hasta que el wifi nos separe» a través de la página web de Seleer.

 Esta gran fiesta no hubiera sido posible sin, además de la asistencia de todos vosotros, la exquisita presentación de mi tío Juan Sánchez-Lafuente y de todo el Colectivo Surcos. Con todo, espero que esta sea sólo la primera de muchas colaboraciones juntos.

Y por supuesto, nada hubiera sido lo mismo sin la visita de todos y cada uno de mis amigos, por estar a mi lado en una de las noches más importante de mi vida y por enseñarme día tras día que la amistad es la familia que se escoge.

7 de diciembre de 2016

Ememoriados


Cierras los ojos. Aunque parezca raro, estás sólo en casa por primera vez en mucho tiempo. Has creado una paz imperturbable que ni la brisa acariciando las hojas de los árboles puede romper. Incluso al ser invadido por la penumbra, rezuma un aroma de procedencia desconocida que se encarga de establecer las sinapsis apropiadas para que se decodifiquen esos recuerdos que creías olvidados y desvencijados por el paso del tiempo. Algunos más que otros, a decir verdad. Rememoras detalles baladíes e insignificantes sepultados por años, como el color de uñas que usaba tu profesora de párvulos o el arco que delimitaba su cutícula al milímetro, pero eres incapaz de recordar qué cenaste la noche anterior o quién marcó en la última jornada.

Inmerso en tu viaje a las áreas más insondables de tu memoria, llegas a ese recuerdo edificado sobre los sólidos pilares de tu corazón, donde se ha erigido como un fortín inexpugnable que impide que ese preciado tesoro llamado recuerdo se disipe de forma fugaz. Es como si, por unos instantes, el hipotálamo, el hipocampo, el cerebelo, la amígdala, los ganglios basales y otros tecnicismos que he encontrado en Wikipedia, se mudaran al auténtico lugar donde residen los recuerdos: el corazón. Un recuerdo que, azotado por el tiempo y con la erosión de todas las emociones asociadas a él, sigue latente como el primer día. Luego vuelves a la realidad. Y más tarde retornas al lugar donde se escenificó aquella película que ha adoptado tintes oníricos, que se proyecta en bucle sobre tu pensamiento. Y en ese preciso momento te das cuenta de que nada es como recordabas.

Decía el escritor Thomas Wolfe que somos el resultado de la suma de todos los recuerdos de nuestra vida. Otros como Albert Einstein, con menos romanticismo, afirmaban que «La memoria es la inteligencia de los tontos». Y algo de razón debía tener el célebre físico alemán. Recuerdas que las paredes no eran blancas, sino verdes; que la cerveza no era negra, sino rubia, que de fondo no se oía música soul de Barry White sino el alboroto de un partido de fútbol. Y es que nuestra memoria nos engaña, juega con nosotros, minimiza los vacíos, le otorga preponderancia a los mejores momentos y colorea las zonas en blanco dándoles el tono que le gustaría haber adquirido. Aunque, pese a su cuestionable capacidad de retención, hay un recuerdo que sí permanece intacto: cada milímetro de esa sonrisa enmarcada en unos no menos sugerentes labios.

Confiésalo. Habías asumido ese recuerdo como propio, lo dabas por hecho hasta tal punto que creías haberlo vivido y vivías pensando que sí lo habías hecho. Será que la memoria no es el registro más fiable que se pueda concebir, pero qué le vamos a hacer. Así es y rige nuestra vida de una forma de la que ni la más sofisticada hemeroteca digital pueda presumir. La historia es una alucinación consensuada, dado que crea el recuerdo y se convierte en él. Varía con sus relatores, pasa por el filtro de sus oyentes y es interpretada como nadie la contó. O sea, mentiras. Una gran sarta de mentiras, falsedades e imprecisiones narradas de unos que no las vivieron hacia otros que tampoco las vivieron sobre alguien a quien nadie conoció. Y para qué bucear en ellas. Desprender a nuestros recuerdos de su esencia mágica e indescifrable los convertiría en simples autopsias mentales. Recreémonos en mentiras vagas y maleables, mentiras al fin y al cabo, pero mentiras que encierran grandes verdades.